El enemigo en casa — El caso Chris Coleman

En las fotos, todo era impecable: sonrisa blanca, camisa planchada, dos niños que miraban a cámara con esa mezcla de timidez y orgullo. Chris Coleman, jefe de seguridad del televangelista Joyce Meyer, viajaba por el mundo hablando de fe mientras dormía en una casa de postal en Columbia, Illinois, con su esposa Sheri y sus hijos, Garett (11) y Gavin (9). A finales de 2008 empezaron a llegar correos y notas anónimas: insultos, amenazas veladas, advertencias de que, si Chris no dejaba su trabajo, “su familia pagaría”. El relato parecía escrito para una audiencia: un padre acosado que solo quería proteger a los suyos.

Coleman hizo lo que se espera de un profesional de la seguridad: mostró los mensajes en la oficina, reportó a la policía, instaló cámaras, cambió rutinas. Las amenazas, sin firma, llegaban a su correo personal y al laboral. Había, incluso, cartas impresas que replicaban el odio de los e-mails. El guion hablaba de “castigo” y “venganza” por su vínculo con el ministerio. Nadie pensó —no todavía— que el remitente pudiera estar escribiendo desde el mismo salón donde sus hijos hacían los deberes.

El 5 de mayo de 2009, poco después del amanecer, Chris llamó al 911. Dijo que no lograba contactar con Sheri, que no respondía a sus llamadas. Agentes del Departamento de Policía de Columbia entraron a la vivienda para una verificación de bienestar. Lo que encontraron los dejó sin aliento: Sheri, Garett y Gavin yacían sin vida en sus camas. No había puertas forzadas. No había objetos revueltos. En varias paredes, frases con pintura roja: “Venganza”, “Ustedes lo hicieron pagar”. La escena imitaba un ajuste de cuentas. Pero la coreografía olía a montaje.


La autopsia fijó un denominador común: estrangulamiento. El forense situó la ventana de muerte horas antes del aviso al 911. Los investigadores empezaron por lo básico: trazaron la procedencia de los correos amenazantes, revisaron el router doméstico, la impresora, los horarios. La línea de tiempo comenzó a encajar del modo más incómodo posible: varias amenazas salieron de la IP del domicilio de los Coleman, en franjas horarias en las que Chris estaba solo. La tinta de la impresora de casa “firmaba” las cartas. El enemigo, al parecer, vivía en la misma dirección que las víctimas.

Alrededor del telón principal, otra historia tomaba forma. Registros telefónicos y mensajes mostraron que Chris mantenía una relación con Tara Lintz, una conocida de la familia. Las comunicaciones eran constantes. Había promesas de mudanza a Florida, planes de un nuevo comienzo. En paralelo, en el entorno laboral, corría el rumor de que un divorcio por infidelidad podía costarle el puesto —un código moral habitual en ciertos ministerios—. La hipótesis de la fiscalía fue directa: fabricar el acoso y simular una irrupción violenta como coartada para eliminar a su familia sin perder la reputación de viudo “devoto”.

El 19 de mayo de 2009, Coleman fue arrestado y acusado por la muerte de Sheri y sus dos hijos. La instrucción reunió un mosaico incómodo: cámaras que lo mostraban saliendo temprano de casa el día de los hechos mientras, según los peritos, las víctimas ya habían muerto; las rutas de envío de los correos; el parentesco manuscrito entre las pintadas y su letra; y la ausencia absoluta de indicios de un atacante externo. No había huellas que no fueran de los residentes. La escena —con sus mensajes en aerosol— parecía un eco pobre de las amenazas que él mismo había reportado.


El juicio de 2011 fue quirúrgico. Los fiscales hicieron desfilar peritos digitales que explicaron por qué los correos no venían de un remitente remoto; expertos en impresoras domésticas que vincularon el tóner al equipo de los Coleman; analistas de telefonía que dibujaron, a fuerza de registros, una relación paralela que no cuadraba con el papel de esposo modelo. La defensa intentó abrir una brecha: ¿y si alguien se conectó a su red sin autorización?, ¿y si las pintadas eran un señuelo de terceros? El jurado no compró esa línea: el veredicto fue culpable en tres cargos de homicidio en primer grado.

La sentencia llegó como un sello final: tres cadenas perpetuas consecutivas, sin posibilidad de libertad condicional. El tribunal subrayó la premeditación, la manipulación y la frialdad del montaje. En el entorno de Joyce Meyer Ministries, el caso se leyó como una tragedia con una lección devastadora: el escudo de una imagen pública no inmuniza a nadie contra la oscuridad privada. En los medios, el interés nunca se disipó: cada aniversario aparecían flores anónimas en la acera de la casa, cartas para Sheri y los niños, y preguntas que ya nadie puede responder.

De todo lo que salió a la luz, lo más perturbador no fueron las paredes pintadas, sino su propósito: no solo desviar la investigación, sino ensayar durante meses la máscara de víctima. Las amenazas no eran el prólogo del crimen, sino su ensayo general. El “acosador” fue el instrumento con el que Coleman se justificó a sí mismo, a su amante y a su mundo: una sombra inventada para explicar lo imperdonable.


A veces el monstruo no entra por la ventana: sirve la cena, reza contigo, te arropa por la noche. A veces los avisos no vienen de afuera, sino del rastro digital que nadie piensa que habrá de traicionarnos. El caso Coleman recuerda que, detrás de un relato perfecto, puede haber una ingeniería de mentira calculada al milímetro.

¿Qué tanto puede fingirse el amor mientras se planifica la ruina de quienes confían? ¿Cuántas veces aceptamos la versión del “perseguido” sin mirar las marcas que deja la verdad en los reflejos: en un router, en una impresora, en un horario que no cierra? En Columbia, Illinois, la respuesta quedó escrita en rojo.

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