La mujer era Diane Downs, empleada postal. Frente a médicos y policías, repitió su historia con precisión milimétrica: un “hombre desgreñado” que emergió de la nada, un intento de asalto, la huida. Tenía una herida de bala superficial en el antebrazo que reforzaba su relato. Mientras los cirujanos operaban a los pequeños, la policía fue al punto señalado por Diane. No había casquillos, ni huellas, ni señales de lucha. Ni vecinos que oyeran gritos, ni marcas de neumáticos compatibles con una frenada desesperada.
Las primeras fisuras aparecieron en el reloj. El trayecto al hospital, según los forenses, fue demasiado lento para una madre que supuestamente peleaba contra el tiempo. Los investigadores reconstruyeron el camino con testigos, distancias y semáforos: la premura no coincidía con la velocidad. El coche no presentaba signos de forcejeo interior y, en el lugar del supuesto asalto, el barro estaba intacto. La escena de la carretera empezaba a parecer una postal inventada.
En la casa de Diane, los agentes hallaron algo más inquietante que la ausencia de un arma: cartuchos sueltos y munición .22, el mismo calibre que atravesó a los niños. El arma homicida nunca apareció, pero la balística y las marcas de percusión resultaron “consistentes” con ese calibre. Y surgió un posible móvil: cartas y diarios que revelaban la obsesión de Downs con un antiguo amante —un hombre casado que, según su propio testimonio, no quería hijos. Ese triángulo, dijeron los fiscales, convertía a los niños en el obstáculo de una vida “nueva”.
Mientras la investigación avanzaba, la televisión convirtió el caso en fenómeno. Diane concedió entrevistas a cámara con una serenidad que desconcertó al público. Sonrió. Bromeó. Pareció coquetear con el foco. Ese gesto —fuera de contexto, fuera de duelo— se volvió un emblema incómodo: ¿frialdad, negación o cálculo? En paralelo, los médicos luchaban por la vida de Christie y Danny. Él quedó parapléjico. Ella, con daño neurológico, perdió el habla temporalmente.
Meses después, la pieza que faltaba volvió del silencio. Con terapia y tiempo, Christie recuperó parte del lenguaje. En el juicio declaró —con una valentía que aún estremece— que la persona que disparó aquella noche fue su madre. Ese testimonio, unido a la línea de tiempo, la balística, la ruta sin rastro del “asaltante” y los escritos de Diane, cerró el círculo probatorio. La versión del “extraño en la carretera” se deshizo como papel bajo la lluvia.
En 1984, un jurado declaró a Diane Downs culpable del asesinato de Cheryl y de los intentos de asesinato de Christie y Danny, además de asalto agravado. La sentencia fue rotunda: cadena perpetua más 50 años. El juez dejó claro que no habría libertad condicional hasta cumplir un mínimo extenso por cada cargo. En un giro que parecía sacado de otra historia, Downs —embarazada durante el juicio; la bebé nacería y sería dada en adopción— se fugó en 1987 de una prisión estatal y estuvo prófuga varios días antes de su recaptura. Después fue trasladada a un reclusorio de mayor seguridad fuera de Oregón; sus solicitudes de libertad condicional han sido denegadas una tras otra.
Tras la condena, el fiscal del caso y su esposa adoptaron a Christie y Danny. Ellos crecieron lejos de los focos, con el peso de una memoria que no prescribe. La casa del hospital, la carretera, el auto, quedaron convertidos en escenarios de una pregunta que nunca termina: ¿cómo se reconoce el peligro cuando se presenta con la voz que debería arrullarte?
El caso Downs no es solo jurisprudencia ni material de documental. Es un espejo turbio de tres fuerzas que, juntas, desatan tragedias: una narrativa pública seductora, un móvil íntimo disfrazado de destino y una confianza que nadie pensó que tuviera que ponerse a prueba. A veces el monstruo no sale del arcén; maneja el coche, canta contigo y te dice que todo estará bien.
¿En qué momento la máscara de víctima se vuelve armadura para lo imperdonable? ¿Cuántas señales desoímos porque vienen de la mano que, por definición, debía sostenernos? En Springfield, la lluvia de aquella noche ya no se oye; el eco que queda es otro: el de una niña que, tras volver a hablar, señaló a quien nadie se atrevía a mirar.
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