La casa que cerró los ojos: Sylvia Likens y el crimen que Indiana no pudo olvidar


Tenía 16 años, sueños sencillos y un verano por delante. Sus padres, trabajadores de ferias, dejaron a Sylvia y a su hermana Jenny al cuidado de Gertrude Baniszewski en Indianápolis con la promesa —y el pago semanal— de un hogar temporal seguro. El 12 de septiembre de 1965 cruzó ese umbral que parecía confiable; el 26 de octubre, la ciudad descubriría que detrás de esa puerta había crecido la peor de las pesadillas. 

Lo que empezó como regaños se transformó en un régimen de humillación y golpes que se expandió como un veneno: hijos de Gertrude y adolescentes del vecindario participaron en la escalada de abusos. La propia policía y la prensa de la época describieron el caso como uno de los más “diabólicos” y “terribles” que habían pasado por un jurado en Indiana. La casa de la calle East New York se volvió un sótano de silencios, donde el dolor de Sylvia se convirtió en rutina y espectáculo. 


En los últimos días, la violencia quedó escrita sobre su piel y en un papel. A instancias de Gertrude, un vecino, Richard Hobbs, terminó de grabar con una aguja caliente la frase “I am a prostitute and proud of it” en el abdomen de la adolescente; poco después, la obligaron a redactar una carta para culpar a “jóvenes desconocidos” y simular una fuga. El 26 de octubre de 1965, Sylvia murió. La autopsia habló sin eufemismos: hematoma subdural y shock, agravados por la malnutrición, tras más de 150 heridas repartidas por todo el cuerpo.

La justicia llegó con nombres y fechas. En mayo de 1966, un jurado declaró a Gertrude culpable de asesinato en primer grado (cadena perpetua) y a su hija Paula, de segundo grado (también perpetua); John Baniszewski, Coy Hubbard y Richard Hobbs fueron condenados por homicidio involuntario (entre 2 y 21 años). Años después, la apelación de 1970 forzó nuevos juicios: Paula aceptó un acuerdo por homicidio involuntario (2 a 21 años, con fugas y recapturas), mientras que Gertrude volvió a ser hallada culpable de asesinato en 1971. En 1985, pese a la protesta pública, obtuvo la libertad condicional; murió de cáncer en 1990. 


La ciudad no volvió a ser la misma. El caso impulsó cambios legales —incluida la ley estatal de “reportante obligatorio” ante sospechas de maltrato infantil— y, con el tiempo, un memorial de granito en Willard Park y un centro de defensa infantil llevan el nombre de Sylvia como promesa de no mirar hacia otro lado. La casa donde la torturaron fue demolida en 2009; el vacío, en cambio, sigue diciendo algo. 

Y aquí queda la grieta que define Pesadillas en tu pantalla: Sylvia confió en una cuidadora; sus padres creyeron en un techo que debía proteger. ¿Cuántas veces entregamos a alguien a un lugar “seguro” que nadie vigila? ¿Cuántas manos normales se vuelven cómplices por costumbre, por miedo, por silencio? A veces, lo más aterrador no es el callejón oscuro: es una sala iluminada, una mesa puesta, y una puerta que se cierra con llave desde adentro.



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