Era la madrugada del 11 de junio de 2019 en La Florida, un barrio de Oviedo que esa noche celebraba sus fiestas. David Carragal, 33 años, maestro, salía con dos amigas y esperaba un taxi para volver a casa. Era una escena mínima: calle tranquila, música a lo lejos, conversación corta para pasar el rato. En segundos, la normalidad se partió.
Un chico se acercó con otros dos y pidió fuego o tabaco. David respondió que no tenía. No hubo provocación, ni discusión prolongada, ni intercambio de empujones. Solo un gesto fulminante: una patada en la cabeza, directa y brutal. David cayó al suelo sin poder defenderse. La vida se le fue escapando en un bordillo cualquiera, bajo una farola que no sabía guardar secretos.
La ambulancia llegó y peleó minutos que parecieron horas. El parte médico fue la enésima bofetada de realidad: traumatismo craneoencefálico gravísimo. Ingreso, cuidados intensivos, familia en un pasillo mirando relojes que no se mueven. Al poco, el final que nadie quiso leer. En un aula, quedó un sitio vacío que los niños siguieron mirando durante semanas.
La investigación se armó con rapidez. Testigos, cámaras, y un recorrido sencillo: quién se acercó, quién dio la patada, quién observó y se fue. La ciudad descubrió de golpe que el azar, cuando se mezcla con la violencia súbita, deja muy poco margen a la lógica. No fue un robo. No fue una pelea entre bandas. Fue una agresión gratuita contra alguien que estaba de vuelta a casa.
El procedimiento penal avanzó con la frialdad de los hechos. El autor material —entonces veinteañero— se sentó ante el tribunal acusado de homicidio. Los otros dos, por omitir socorro y colaborar en la huida. No hubo épica: hubo pruebas, declaraciones, y una línea común en los informes periciales que describían la patada como incompatible con cualquier posibilidad real de defensa. El tribunal subrayó lo esencial: la víctima estaba desprevenida; la agresión fue sorpresiva; la caída resultó determinante.
En 2021 llegó la sentencia: 12 años de prisión para el autor de la patada por homicidio, además de las penas accesorias. Para los acompañantes, condenas por omisión del deber de socorro (y otras responsabilidades menores) por abandonar a un hombre agonizando en el suelo. Años después, la resolución sería confirmada por la jurisdicción superior, cerrando la puerta a esa vieja tentación de llamar “pelea” a lo que fue una emboscada de segundos.
El eco social fue inmediato. En colegios de Oviedo, el nombre de David se pronunció con la doble certeza de quien fue buen docente y buena persona. Entre profesorado, se repitió la pregunta que no cicatriza: ¿cómo se enseña a una clase que el mundo puede romperse con una sola patada? La respuesta nunca es jurídica; es humana y siempre insuficiente.
La familia de David, con una dignidad que duele, pidió algo simple: que a la violencia absurda no se le ponga eufemismos. Que no es “una mala noche”, ni “un exceso”, ni “cosas que pasan”. Un golpe certero en la cabeza no es un desliz; es una frontera. Y al cruzarla, no hay vuelta.
La sentencia no devuelve lo que arrebata. Tampoco calma ese rumor que queda en los barrios tras un crimen gratuito: el de mirar dos veces antes de contestar a un desconocido, el de evitar un portal iluminado, el de callar para no “buscar problemas”. Ese es el daño colateral de la violencia: se cuela en las decisiones pequeñas hasta cambiar la forma de estar en la calle.
Pero también quedó algo más: un rechazo colectivo a normalizar lo inaceptable. Las fiestas de barrio siguen, los taxis vuelven a hacer cola, las farolas vuelven a ser farolas. Y, sin embargo, en Oviedo el nombre de David Carragal quedó clavado en la memoria como un aviso muy claro: la indiferencia ante la agresión sin motivo no es neutral; siempre favorece al agresor.
David era maestro. Y hasta el final enseñó, sin pretenderlo, la lección más triste: que una vida puede depender de un segundo, de un gesto, de un pie que nunca debió levantarse. En su escuela, en su familia, en su barrio, sigue faltando alguien que no se mide en estadísticas.
Porque no fue una pelea; fue una patada. No fue un accidente; fue un homicidio. Y a veces, decirlo con todas las letras es lo mínimo que la memoria exige.
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