Diana Quer: la noche en que el camino de vuelta se convirtió en trampa (cronología, claves forenses y el caso cerrado en los tribunales)

Fue la madrugada del 22 de agosto de 2016 en A Pobra do Caramiñal (A Coruña). Diana Quer, 18 años, salió de las fiestas populares y caminó sola por una calle poco iluminada rumbo a la casa de veraneo. Minutos después, su rastro desapareció y Galicia amaneció con un nombre que no volvería a salir de los titulares. 

Las llamadas de su madre quedaron sin respuesta. La última señal del teléfono de Diana se registró a las 2:43, en el entorno de la ría, cerca del puente/muelle de Taragoña (Rianxo). Años después, la sentencia del Supremo fijaría que el agresor arrojó el móvil al mar desde ese puente durante la huida, un detalle que selló la cronología de aquella noche. 

La búsqueda fue inmensa: monte, costa y aldeas de la ría de Arousa; antenas, cámaras y registros vecinales. El 27 de octubre de 2016, un mariscador halló en el agua el iPhone de Diana junto a Taragoña. El hallazgo confirmó la ruta de escape, pero no aportó el paradero de la joven. El caso, sin avances, llegó a archivarse provisionalmente en abril de 2017. 


Todo cambió en Navidad de 2017. La madrugada del 25 de diciembre, una joven denunció en Boiro un intento de secuestro: un hombre con cuchillo trató de meterla en el maletero. La Guardia Civil detuvo el 29 de diciembre a José Enrique Abuín Gey, “El Chicle”, sospechoso inicial del caso Quer y vecino de Rianxo, a pocos kilómetros de donde apareció el móvil. Fue el punto de inflexión. 

Acorralado por los indicios, Abuín se derrumbó y condujo a los agentes hasta una nave abandonada en Asados (Rianxo). La madrugada del 31 de diciembre, tras 497 días de incertidumbre, emergió la verdad: el cuerpo de Diana estaba oculto en un pozo industrial, sumergido y tapado con una plancha metálica. El país entero contuvo la respiración. 

Los investigadores documentaron que el cadáver había sido lastrado con elementos pesados y arrojado a un pozo en el suelo de cemento de la nave, a unos cientos de metros del domicilio familiar del detenido. La escena cerraba, al fin, la pregunta del “dónde”, y abría la del “por qué”. 


El proceso penal reconstruyó la secuencia: el abordaje en torno a las 2:40, la inmovilización y el traslado en coche hasta la nave, con móvil de naturaleza sexual. El jurado popular consideró probado el secuestro, la agresión sexual y el asesinato (sin violación), y el tribunal subrayó que la finalidad sexual guió la acción y que el homicidio buscó asegurar la impunidad. 

El 17 de diciembre de 2019, la Audiencia Provincial de A Coruña impuso prisión permanente revisable. El 26 de noviembre de 2020, el Tribunal Supremo confirmó íntegramente la condena y los hechos probados: abordar a Diana, inutilizar su teléfono lanzándolo al mar desde Taragoña y trasladarla a la nave de Asados, donde fue asesinada. Justicia firme, aunque siempre insuficiente frente a la pérdida. 


Más allá del veredicto, el caso dejó lecciones que arañan: la vulnerabilidad de los trayectos cotidianos, la importancia de la preservación de datos telemáticos, y cómo una tentativa posterior —la de Boiro— activó la pieza que faltaba para descifrar un rompecabezas de 16 meses. La investigación también mostró la necesidad de coordinar búsquedas, filtrar bulos y sostener a las familias en la larga espera. 


Hoy, el nombre de Diana Quer habita el lugar incómodo donde la memoria se encuentra con la prevención. No hubo sombras remotas ni conspiraciones exóticas: hubo una joven volviendo a casa, un depredador y una decisión criminal que convirtió una caminata en una pesadilla nacional. Recordarla es también recordar que la seguridad no es un paisaje: es una tarea, cada noche. 

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