Esa noche se escribió el primer capítulo de un laberinto. Miguel Carcaño —expareja de Marta— fue detenido semanas después y confesó el asesinato. Dijo haber arrojado el cuerpo al Guadalquivir. La búsqueda en el río movilizó a buzos, helicópteros y unidades especializadas, pero terminó sin rastro. Era el inicio de una investigación monumental y exhaustiva… que también sería una sucesión de callejones sin salida.
Con el tiempo llegaron más versiones. Carcaño cambiaría su relato hasta en siete ocasiones: del río a un vertedero, de allí a una escombrera en Camas, a otros puntos del área metropolitana de Sevilla. La Policía cribó toneladas de basura en el vertedero de Alcalá de Guadaíra y, ya en 2014, rastreó una escombrera en Camas; unos restos óseos hallados allí resultaron no ser de Marta. La multiplicación de escenarios talló la impunidad del silencio.
En enero de 2012, la Audiencia de Sevilla condenó a Carcaño por asesinato. Un año después, el Tribunal Supremo elevó la pena a 21 años y 3 meses e impuso el pago de 616.319 euros por los costes de la búsqueda. También confirmó las indemnizaciones civiles y la prohibición de residir en la misma ciudad que la familia durante 30 años. Justicia sobre el papel; ausencia en la vida real. El cuerpo seguía —sigue— sin aparecer.
¿Qué pasó con los demás nombres que orbitaban el caso? Francisco Javier García Marín, “El Cuco”, fue juzgado como menor y condenado a 2 años y 11 meses de internamiento por encubrimiento; absolución, en cambio, de asesinato y agresión sexual. Años más tarde, en 2022, él y su madre fueron condenados por falso testimonio por mentir en el juicio de 2011… pero en junio de 2024 la Audiencia de Sevilla revocó esa condena por razones técnico-jurídicas relacionadas con su condición de testigo-coimputado y la dispensa de declarar de la madre. Otro giro que dejó a la familia con más preguntas que respuestas.
Mientras la vía penal se asentaba, la búsqueda física nunca se detuvo del todo. En 2023, agentes y peritos peinaron con georradar terrenos en Majaloba (La Rinconada). En 2024, un nuevo informe pericial del móvil de Carcaño aportó seis localizaciones de interés, sin lograr, sin embargo, una correlación concluyente de tiempo y recorrido. Cada pista abría esperanza; cada negativa, una nueva capa de frustración.
El calendario de 2025 añadió un capítulo incómodo. Instituciones Penitenciarias informó a un juzgado sobre material prohibido incautado a Carcaño en Herrera de la Mancha tras emitirse un reportaje televisivo sobre presuntos privilegios. Semanas después, fue trasladado a la prisión de Archidona (Málaga) —un movimiento que indignó a la familia— y la Audiencia de Sevilla ordenó embargarle la nómina penitenciaria y 1.300 euros para empezar a pagar la indemnización civil. El eco mediático reavivó el dolor y la eterna pregunta: ¿por qué, con tanto, aún falta lo esencial?
Los padres de Marta han sostenido a pulso la memoria de su hija, empujando búsquedas públicas y privadas, vigilias y campañas. En noviembre de 2022, un tribunal archivó una de las vías para continuar rastreando restos, con una argumentación técnica que contrastó con el sentimiento social de urgencia. La familia, pese a cada cierre, se niega a admitir un final sin verdad.
Carcaño cumple condena hasta 2030 —con un veto de residencia en Sevilla hasta 2043—, pero el castigo legal no compensa la ausencia. La justicia penal puede fijar cifras, plazos y prohibiciones; no puede devolver abrazos ni borrar la incertidumbre corrosiva que deja un cuerpo sin encontrar.
El caso también deja lecciones incómodas para la investigación criminal: la importancia de custodiar versiones, trazar correlaciones telefónicas con rigor pericial, blindar la cadena de evidencias y comunicar con transparencia los hitos (y los errores) de búsqueda. No basta con movilizar recursos; hay que convertirlos en conclusiones verificables, aunque la respuesta última duela.
Porque “caso Marta del Castillo” no es solo un titular: es el retrato de un país que se conmueve, se vuelca, se indigna… y que todavía no ha podido darle a una familia el gesto más sencillo y más sagrado: un lugar donde llorar. Hasta que aparezca la verdad —entera, sin sombras—, esta historia seguirá latiendo como una pesadilla que se niega a despertar.
0 Comentarios