Al amanecer, la desaparición de Elizabeth sacudió a su familia y, en cuestión de horas, a todo el país. Su rostro llenó informativos, carreteras y portadas; las búsquedas masivas se multiplicaron y Salt Lake City se convirtió en el centro de una operación a contrarreloj. La consigna era una sola: traerla a casa con vida.
Las primeras pistas condujeron a un nombre que había pasado desapercibido: Brian David Mitchell, un predicador callejero que se hacía llamar “Immanuel” y que había trabajado como reparador en la vivienda tiempo atrás. Meses después, una pieza clave encajó: Mary Katherine, la hermana de Elizabeth, reconoció aquella voz como la del “handyman” que había estado en su casa. Detrás de él estaba también su cómplice, Wanda Barzee. La historia comenzaba a iluminar sus sombras.
Durante nueve meses, Elizabeth fue mantenida bajo control por Mitchell y Barzee, ocultada en campamentos improvisados y obligada a desplazarse velada, incluso a plena luz del día, sin que los transeúntes sospecharan que caminaban junto a la adolescente más buscada del país. Era el cautiverio perfecto para los captores: a la vista de todos, pero invisible.
El 12 de marzo de 2003, la suerte cambió. En una calle de Sandy, un suburbio de Salt Lake City, varios ciudadanos creyeron reconocer al predicador que ya había aparecido en programas de fugitivos. Llamaron a la policía, que confirmó lo impensable: la joven que iba con él era Elizabeth Smart. Nueve meses después de ser arrancada de su cama, la pesadilla terminaba con un rescate que el país entero celebró.
La justicia siguió su curso. Un jurado federal declaró culpable a Brian David Mitchell; en 2011 fue sentenciado a cadena perpetua por el secuestro y la privación de libertad de Elizabeth. Su cómplice, Wanda Barzee, recibió una pena de 15 años tras admitir cargos federales y estatales; en 2018 obtuvo la excarcelación, una decisión que reabrió heridas y encendió el debate público.
Pero el caso Elizabeth Smart no se cerró en un juzgado. La víctima decidió no dejar que su historia la definiera solo como superviviente: fundó una organización para apoyar a otras víctimas, escribió sus memorias My Story (2013) y convirtió su voz en altavoz contra la violencia sexual y a favor de la prevención. La niña que un día fue un cartel de “desaparecida” se transformó en referente de resiliencia.
También dejó lecciones incómodas: la importancia de escuchar a los testigos cercanos —como la hermana que identificó una voz—, el papel del público y de la televisión en el reconocimiento de sospechosos, y lo fácil que es pasar por alto a una víctima cuando la crueldad se camufla con túnicas, velos y discursos. La línea entre lo visible y lo invisible, aquel 2002, demostró ser peligrosamente delgada.
Para quien busca entender el caso Elizabeth Smart en su conjunto, la secuencia es clara: secuestro nocturno (2002), cautiverio a la vista de todos, rescate en Sandy (2003) y condena a cadena perpetua para Mitchell (2011), con la polémica salida de Barzee (2018). Un itinerario que convirtió el nombre de Elizabeth en sinónimo de supervivencia y que aún hoy se cita en protocolos de respuesta, prevención y búsqueda.
Elizabeth tenía 14 años. Le arrebataron la noche, pero no la voz. Volvió a casa, creció, alzó la mirada y eligió luchar por otros. Porque a veces, lo más aterrador no es desaparecer… sino sobrevivir a la oscuridad y decidir brillar más fuerte que ella.
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