Ana acudió al piso de Angi en el Eixample barcelonés creyendo que era una tarde cualquiera. Allí, según la sentencia, la drogaron con cloroformo y la asfixiaron con una bolsa sellada. La escena fue preparada con detalle: semen de dos hombres contratado para simular un encuentro sexual y desviar a los investigadores hacia una muerte accidental o un crimen sexual al azar. No era pasión: era cálculo.
Durante meses previos, Angi había construido el personaje de su víctima en bancos y aseguradoras: firmas, pólizas, movimientos, todo respiraba el nombre de Ana, pero la mano era otra. Tras el homicidio, continuó la suplantación: cámaras la captaron sacando dinero y utilizando identidades entrelazadas. El “accidente” se agrietó por donde menos esperaba: los circuitos de cajeros y la traza documental.
La investigación reconstruyó los pasos con un mosaico de pruebas: registros de compras, cronologías de movimientos, documentación en casa de Angi y metadatos que no encajaban con la coartada. Incluso el rastro más íntimo —la biología colocada para confundir— terminó delatando el artificio de una escena sembrada. La impostura, minuciosa, contenía su propio error de guion.
En 2012, la Audiencia Provincial de Barcelona la declaró culpable del homicidio de Ana y de los fraudes vinculados a la suplantación. La pena inicial se fijó en 22 años. El Tribunal Supremo la revisó después y la dejó en 18, al recalificar aspectos técnicos sin tocar el núcleo: su responsabilidad por una muerte planificada para sostener una vida falsa.
Angi ingresó en Mas d’Enric (Tarragona). Tras los barrotes, su historia siguió mutando en relato público: entrevistas, programas y, más tarde, una miniserie documental. Cuando Netflix preparó su estreno en 2025, un juez lo suspendió cautelarmente a petición de la propia condenada, que alegó uso de imágenes personales. La realidad se quedó, otra vez, en pausa judicial.
Ese mismo 2025, durante un permiso penitenciario, fue detenida de nuevo: los Mossos investigaban un supuesto plan para encargar un homicidio a un sicario. Sin revelar el objetivo, la policía la llevó ante el juez; ella se acogió al derecho a no declarar. El eco mediático recordó que, en este caso, el peligro nunca fue la sombra desconocida: fue la máscara.
Más allá del morbo, el caso radiografía un “crimen casi perfecto”: primero, apropiarse de la identidad; después, fabricar una escena sexual que desviara la mirada; por último, mantener el flujo de dinero como si nada hubiese pasado. Lo que fracturó el plan no fue una confesión, sino la frialdad de los sistemas: cámaras, cajeros, documentos. La tecnología hizo visible la mentira.
La familia de Ana quedó con lo irreparable: una silla vacía y un nombre manchado de formularios que jamás firmó. El expediente judicial, con sus tecnicismos, dejó otra lección más simple: no hay “accidente erótico” que explique una identidad robada durante años, ni una puesta en escena que resista el rastro que deja quien interpreta dos papeles a la vez.
Hoy, cuando se habla de “la viuda negra” en España, conviene separar historias: las hemerotecas guardan varias con ese apodo. La de Barcelona que nos ocupa no es la del seguro del “novio” ni la del crimen pasional; es la de una compañera convertida en objetivo, un fraude sostenido y un homicidio planeado para encubrirlo. Un recordatorio de que el disfraz más peligroso no es el del monstruo… sino el de la amiga perfecta.
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