David Carrick: el depredador con placa que quebró a la Policía Metropolitana


Durante casi dos décadas, David Carrick llevó un arma, una placa y un uniforme que simbolizaban protección. En realidad, bajo el emblema de la Policía Metropolitana de Londres (Met), este agente de la unidad de élite de Protección Parlamentaria y Diplomática encadenó abusos, agresiones y terror contra al menos 12 mujeres entre 2003 y 2020. Su caso, revelado a partir de una detención en 2021, estalló como una bomba institucional: el monstruo no acechaba en callejones, vivía dentro del cuerpo que debía cuidarlas. 

El manual de Carrick comenzaba en las citas y continuaba con la insignia. Contactaba a mujeres —maestras, funcionarias, trabajadoras a las que conocía en apps o por trabajo— y, ya en confianza, activaba un patrón de control: aislar, humillar, amenazar. No era solo violencia física; era una arquitectura de dominación sostenida por el mensaje “nadie te creerá, soy policía”. A varias las confinó desnudas, les impuso “reglas” y un miedo que se volvió rutina. 

La impunidad fue la argamasa. Hubo quejas previas y señales que no prosperaron en sanción ni en expulsión. Carrick superó controles de idoneidad mientras escalaba a funciones armadas, con acceso a sedes del Parlamento y a la protección de diplomáticos: la fachada del “oficial ejemplar” blindó durante años la verdad. Recién el testimonio de una mujer en 2021 abrió el dique y permitió que otras se animaran a denunciar. 


Cuando el caso llegó a tribunales, la magnitud dejó sin aliento. En enero de 2023, Carrick admitió 85 delitos contra 12 víctimas a lo largo de 17 años de servicio: violaciones reiteradas, agresiones sexuales, falsos encarcelamientos y conductas coercitivas. La jueza Bobbie Cheema-Grubb lo describió como alguien que actuó con sensación de intocabilidad, aprovechando su condición de agente para someter a mujeres una y otra vez. 

La sentencia fue ejemplar en la letra, desesperante en el relato: cadena perpetua con una pena mínima de 30 años (y 239 días) antes de revisión, sustentada en 36 cadenas perpetuas concurrentes por el conjunto de delitos. No hubo atenuantes creíbles. El tribunal dejó claro que no se trató de “excesos” aislados, sino de una carrera delictiva incrustada en el uniforme. 

El golpe a la credibilidad de la Met fue inmediato. El propio comisionado pidió perdón públicamente y el Gobierno británico calificó de “abominables” los crímenes, reconociendo el daño a la confianza pública. El informe independiente de la baronesa Casey, publicado semanas después, concluyó que la institución arrastraba fallas graves —incluida misoginia estructural— y que casos como el de Carrick no eran “manzanas podridas” aisladas, sino síntomas de problemas de cultura, supervisión y control de riesgos. 


Las preguntas clave se centran en los porqués de la omisión: ¿cómo un agente armado pudo atravesar procesos de selección, evaluaciones y alertas sin que nada cuajara en acción disciplinaria? A finales de 2024, la Oficina Independiente de Conducta Policial señaló a varios funcionarios por fallos de supervisión que permitieron su continuidad, una admisión de que el sistema no solo falló a las víctimas, también las expuso. 

El caso dejó, además, un mapa del daño: mujeres que confiaron porque él llevaba placa; que fueron separadas de su red de apoyo; que recibieron amenazas directas de que “nadie” las escucharía. Para muchas, el despegue de la recuperación comenzó el día en que vieron a Carrick esposado, no cuando contaron por primera vez lo ocurrido. La justicia no borra, pero nombra; y nombrar, en delitos así, es empezar a reparar. 

A nivel operativo, el expediente Carrick empuja reformas: vetting más estricto y periódico, revisión de denuncias previas, cultura interna que no tolere la intimidación ni el encubrimiento, y una vía rápida para sacar del servicio a quienes cruzan líneas rojas. No se trata de protocolos “en papel”, sino de asumir que la cercanía al poder —una tarjeta, un arma, un acceso— aumenta el deber de control. 


David Carrick no cazaba en la oscuridad: lo hacía a plena luz, bajo la autoridad del Estado. Su historia es un recordatorio feroz de que el mal puede vestir uniforme y que la confianza pública exige algo más que disculpas: exige mecanismos que funcionen a la primera señal. Porque la frase que mejor define este caso no necesita metáforas: el monstruo no llevaba máscara. Llevaba placa. 

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