El caso de Alberto Domínguez Turpín: el joven de Cullera que apareció años después en una fosa común de Nueva York


La tarde del 5 de septiembre de 1998, Alberto Domínguez Turpín, 29 años, salió de su casa en Cullera (Valencia) con una mochila pequeña y planes sencillos: ir a Valencia, reunirse con su novia Amparo y otra pareja, y pasar el fin de semana de acampada. Su hermano menor lo acercó en coche hasta la entrada de la ciudad, por la pista de Silla, junto a la zona conocida como la Pantera Rosa. Esa fue la última vez que su familia lo vio con vida.

Alberto nunca llegó a encontrarse con su novia ni a la supuesta acampada. Cuando terminó el fin de semana y no regresó a casa, saltaron todas las alarmas. No llamó, no apareció en el trabajo, no dejó ninguna nota. La familia denunció la desaparición y empezó un largo camino que se prolongaría casi nueve años.

Durante los primeros años, la investigación en España se movió entre hipótesis sin cuerpo: desaparición voluntaria, accidente, posible delito. La Policía comprobó movimientos bancarios, contactos, hospitales, pero nada devolvió el rastro de Alberto. Para su padre, Salvador Domínguez, la frase que más repetía era siempre la misma: “Se lo ha tragado la tierra”.



Lejos de resignarse, Salvador convirtió la búsqueda en una misión vital. Empapeló calles con carteles, visitó programas de televisión, presionó a instituciones y, sobre todo, fundó una asociación de familiares de desaparecidos —Inter-SOS— con un objetivo inicial muy concreto: encontrar a su hijo. En los documentos internos de la entidad se recoge que la creó “con la intención de encontrar a su hijo, Alberto Domínguez Turpín, desaparecido en 1998 a los 29 años”.

El caso de Alberto empezó a ser conocido en toda España como el del “joven de Cullera desaparecido camino de Valencia”. Cada aniversario, los medios recordaban que aquel 5 de septiembre se había esfumado entre dos ciudades que apenas distan unos kilómetros. Durante años, no hubo un solo rastro sólido. Pero al otro lado del océano, en Nueva York, la historia ya había dado un giro trágico sin que la familia lo supiera.

En noviembre de 2006, casi nueve años después de la desaparición, llegó la carta que lo cambió todo. El Ministerio del Interior comunicó a Salvador que, según datos remitidos desde Estados Unidos, un cadáver enterrado como desconocido en Nueva York podría ser el de Alberto. Las autoridades norteamericanas habían cruzado huellas dactilares con bases internacionales y el resultado apuntaba directamente a su hijo.



Las noticias de prensa reconstruyen que Alberto murió en octubre de 1998, apenas un mes después de desaparecer en España. Fue hallado sin identificación en Nueva York y enterrado en una fosa común —el llamado cementerio de “Potter’s Field”— como indigente sin nombre. Mientras su familia lo buscaba por carreteras y descampados valencianos, su cuerpo llevaba años bajo tierra en otro continente.

A partir de esa comunicación oficial, comenzó una segunda odisea: la de recuperar los restos. Salvador insistió en que no se conformaría con “cualquier bolsa de huesos” y reclamó garantías forenses, identificación correcta y repatriación digna. Entre burocracia, permisos internacionales y pruebas complementarias, la espera se hizo otra vez interminable, pero ya con la certeza dolorosa de que Alberto estaba muerto.

En junio de 2007, diversos medios recogieron que los restos identificados como los de Alberto Domínguez Turpín serían finalmente trasladados a España para ser enterrados en Cullera, su pueblo. Nueve años después de la mochila, la Pantera Rosa y la acampada que nunca existió, la familia pudo por fin velarlo y darle sepultura en casa. El caso dejó de figurar como desaparición, pero no como herida.



Quedaron preguntas sin respuesta: ¿cómo llegó exactamente Alberto a Nueva York?, ¿viajó por voluntad propia en ese mes entre septiembre y octubre de 1998?, ¿qué circunstancias rodearon su muerte allí? Ninguna investigación abierta al público ha conseguido reconstruir de forma completa ese tramo de su vida. Lo único claro es la secuencia fría del expediente: desaparecido en España, fallecido en Estados Unidos, enterrado como NN, identificado años después por huellas.

La historia de Alberto fue, además, un detonante para el movimiento asociativo de familiares de desaparecidos en España. Su padre, Salvador, canalizó el dolor en activismo: reuniones con autoridades, reclamación de protocolos más eficaces, presión para que se mejoraran las alertas y se compartieran datos a nivel internacional. En buena parte, esa lucha contribuyó al desarrollo de redes de cooperación policial que hoy son clave en muchos casos.

En Cullera, el nombre de Alberto Domínguez Turpín sigue asociado a una especie de pesadilla a caballo entre dos mundos: un viaje corto hacia Valencia que terminó en una fosa común de Nueva York. Su caso resume el terror de muchas familias: no solo perder a un hijo, sino no saber durante años si está vivo, muerto, lejos o cerca, desaparecido o borrado.



Porque a Alberto lo buscó medio país durante casi una década… y al final la respuesta estaba a miles de kilómetros, bajo una lápida sin nombre. Y aunque hoy descansa en su tierra, la pregunta que recorre cada línea de su historia sigue siendo la misma: ¿en qué momento exacto se rompió su camino, para nunca más volver?

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