El 20 de julio de 2016, a las 8:30 de la mañana, la vida de Carmen —madre de un niño llamado Kevin Pulgar, entonces de 4 años— se partió en dos. Según su relato, aquel día trabajadoras sociales y agentes de policía entraron en la vivienda residencial donde se encontraba y se llevaron a su hijo “a la fuerza”, sin mostrarle una orden judicial ni entregarle ningún documento oficial que justificara la retirada. Desde entonces, casi todo lo que sabemos de este caso procede de su voz, de sus escritos y de una batalla que mantiene abierta desde hace casi una década.
Carmen sostiene que antes de aquel 20 de julio no existía sobre ella ninguna resolución formal de desamparo, ni expediente por maltrato, ni siquiera una declaración de riesgo firmada por fiscalía de menores, ni en la Comunidad Valenciana ni en Andalucía. Habla de un niño cuidado, querido, sin informes médicos ni escolares que justificaran una separación drástica. Lo que sí describe es un contexto de vulnerabilidad económica y ayudas sociales, ese terreno gris donde muchas familias entran en contacto con los servicios sociales.
Lo que ella llama “el día del secuestro” lo narra siempre igual: varias personas —trabajadoras sociales y policía— habrían irrumpido en la residencia, habrían registrado la casa y, en cuestión de minutos, se habrían llevado a Kevin. Afirma que no se le permitió llamar a un abogado, que nadie le entregó una resolución por escrito y que quedó literalmente “en shock”, viendo a su hijo marcharse en un coche oficial sin saber a dónde lo trasladaban ni bajo qué figura legal.
A partir de ahí comienza el laberinto. Carmen asegura que, al intentar averiguar qué había pasado, recibió una respuesta clave desde la Comunidad Valenciana: una funcionaria le habría confirmado por escrito que, en esa comunidad, “no hay ninguna medida de desamparo ni de tutela” sobre su hijo. Más tarde, según cuenta, los servicios sociales de Linares (Jaén) le comunicaron que el expediente de Kevin “se inicia como consecuencia de la comunicación de servicios sociales del Ayuntamiento de Carlet (Valencia)”. En su cabeza, eso solo reforzó una idea: que nadie quería asumir la responsabilidad completa de lo ocurrido.
El nudo del caso, tal como ella lo expone, está en esa doble geografía: Valencia y Andalucía. Carmen insiste en que en la comunidad donde residía en ese momento no constaba ningún procedimiento claro, y que en la otra se habría usado una “comunicación” de servicios sociales como punto de partida para apartar al niño de su madre. No hay, a día de hoy, resoluciones judiciales públicas ni sentencias sobre este caso en los registros accesibles, lo que indica que, si existen, están bajo la estricta protección de los expedientes de menores, tradicionalmente muy cerrados al escrutinio público.
Ante ese muro de silencio institucional, Carmen empezó a construir su propio expediente: capturas de pantalla, correos, respuestas de administraciones, nombres de funcionarias, fechas y frases que para ella son prueba de que algo no cuadra. En redes sociales repite una y otra vez que “no hay ninguna notificación de desamparo, de desprotección, de abuso, de maltrato, de riesgo diagnosticado” emitida por un fiscal de menores ni en Valencia ni en Jaén. Y que, aun así, Kevin fue separado de ella y entregado a terceras personas.
Con el tiempo, su discurso se fue cargando de acusaciones muy graves: habla de “negocio”, de “dinero”, de “tráfico infantil” y de “secuestradores de guante blanco” cuando se refiere a la Junta de Andalucía, a servicios sociales y a la familia que, según cree, estaría hoy al cuidado de su hijo. Es importante subrayar que esas palabras forman parte de su relato personal y de su dolor, y que no hay, en la información pública disponible, una investigación penal ni una sentencia que avalen jurídicamente esos términos. Pero son, también, la medida de la desesperación de una madre que siente que el sistema la ha aplastado.
Carmen no se ha limitado a denunciar en redes: ha contactado con asociaciones de familias separadas de sus hijos, ha intentado mover su caso ante defensorías y ha llamado a puertas de abogados y medios de comunicación. En sus textos deja claro su objetivo: primero, localizar a Kevin y sacarlo “de donde esté”, porque afirma no saber si se encuentra bien, con quién vive ni en qué condiciones; después, exigir responsabilidades a “todos los que intervinieron” en la retirada, “con todas las de la ley”, mediante procesos judiciales que, por ahora, no han llegado a traducirse en condenas.
Otro elemento que atraviesa su historia es el miedo a lo que, según le han contado otras familias, ocurre en algunos entornos de protección: Carmen comparte testimonios de menores tutelados que hablan de malos tratos y abusos, y los usa como espejo de lo que teme que pueda estar viviendo su hijo. Es un miedo que no nace de la nada: informes oficiales han documentado casos de abusos a menores tutelados en España y carencias de medios en centros de protección, aunque se trata de un problema estructural, no de un solo expediente.
Mientras tanto, la pista de Kevin como tal no aparece en ninguna base de datos pública de personas desaparecidas, lo que sugiere que, a ojos de la administración, no se trata de un niño “en paradero desconocido”, sino de un menor bajo alguna medida de protección o acogimiento que permanece bajo secreto. Eso agrava la sensación de impotencia: la madre siente que su hijo no figura como desaparecido, pero tampoco se le reconoce a ella como madre con derecho a información y contacto.
En los últimos años, Carmen ha ido endureciendo el tono de sus mensajes: habla de “remover cielo y tierra”, de “ir a por todos los implicados” y de no parar “hasta acabar con la vida” de quienes, según ella, usaron a su hijo como moneda de cambio. Cuando se lee el contexto completo, queda claro que se refiere a “acabar con su vida profesional y penal”, mediante penas de cárcel e inhabilitaciones, no a violencia física. Su núcleo, una y otra vez, es el mismo: “Soy su madre y nunca dejaré de luchar por él”.
El caso de Kevin Pulgar se ha convertido así en algo más que un conflicto entre una madre y los servicios sociales: es un símbolo para muchas familias que sienten que el sistema de protección de menores opera a veces con opacidad, falta de información y decisiones difíciles de recurrir. Los defensores del menor en distintas comunidades autónomas han reconocido problemas de saturación, falta de recursos y acompañamiento insuficiente a las familias en riesgo, aunque eso no equivale, ni mucho menos, a probar un “tráfico de menores” organizado.
Hoy, casi nueve años después de aquel 20 de julio, Carmen sigue sin saber —al menos de forma oficial— dónde está Kevin, bajo qué figura jurídica vive ni quién toma las decisiones diarias sobre su vida. Ella está convencida de que su hijo fue arrancado de sus brazos “sin causa justa” y “sin orden judicial”, y que una investigación a fondo podría destapar no solo su caso, sino una cadena de irregularidades más amplia. Las instituciones, por su parte, guardan silencio amparándose en la confidencialidad que rodea a todos los expedientes de menores.
Y ahí es donde esta historia se vuelve pesadilla: un niño que no figura como desaparecido, una madre que lo vive como un secuestro institucional, dos administraciones que se cruzan en el relato y un sistema de protección que, por ley, no puede explicar públicamente qué ha hecho ni por qué. Entre esos cuatro puntos se dibuja un vacío donde solo caben preguntas… y una promesa que Carmen repite en cada mensaje: que no va a dejar de buscar a Kevin hasta que vuelva a llamarla “mamá”.
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