La reconstrucción policial fijó una cronología minuciosa: esa tarde-noche un amigo vio con Miguel Ángel un partido de fútbol y se marchó hacia las 21:45; poco después, la persona que entró en el edificio lo hizo con llave del portal, subió y atacó primero al padre —recién salido de la ducha— en el pasillo. La menor corrió hacia la cocina, cogió un cuchillo intentando defender a su padre y fue alcanzada en su dormitorio. Tras el crimen, el autor se aseó, limpió el arma con una toalla y salió por donde había entrado.
El hallazgo de tres toallas con un perfil genético compatible con Francisco Javier Medina —compañero de trabajo de la pareja y nueva relación de la madre de la niña, Marianela Olmedo— centró la instrucción. Toxicología sostuvo que el ADN aparecía de forma “repetitiva y reproducible” y que la transferencia fue directa, sin poder descartar una secundaria. La defensa, por su parte, argumentó contaminación por lavado conjunto con ropa de Marianela y una transferencia secundaria ajena a los hechos.
La detención de Medina en junio de 2014 pareció encarrilar el caso, pero la solidez probatoria se fue agrietando. A medida que avanzó la causa, crecieron las dudas sobre manejo de muestras, cadena de custodia y contaminación. Llegado el juicio con jurado (septiembre de 2017), la prueba biológica fue el eje del debate: ¿era un rastro incriminatorio o un residuo doméstico previo?
El veredicto del jurado fue no culpable y la Audiencia de Huelva dictó absolución. Después, el TSJA y el Tribunal Supremo la ratificaron, cerrando la vía contra Medina. La sentencia dejó claro que no había prueba bastante para superar la duda razonable. Para las familias fue un golpe devastador: la causa volvía al punto de partida, con un doble homicidio sin autor judicialmente establecido.
Aun así, la investigación no se archivó. En 2019, la UCO de la Guardia Civil reabrió diligencias con otro equipo, y en 2021–2022 se impulsaron peritajes sobre una manta con la que se había tapado a la niña y que no se analizó a fondo en 2013. El objetivo: localizar ADN, fibras o trazas que hubieran sobrevivido al tiempo. Era —y es— una de las piezas “olvidadas” que podrían reorientar la instrucción.
Con los 11 y 12 años del crimen llegaron nuevos titulares. En 2024, reportajes recordaron la escena —casa cerrada, sin robo, entrada con llave— y el vacío judicial tras la absolución. En abril de 2025, medios nacionales informaron de nuevas pruebas de ADN en análisis y de la continuidad formal de la instrucción, a la espera de resultados periciales que, si aportan anclaje objetivo, permitirían reactivar líneas o abrir otras.
Entre los hechos duros que hoy sostienen el caso, la entrada con llave es capital: un informe pericial ya lo apuntó en 2015. Ese dato, cruzado con la ausencia de huellas ajenas útiles y el lavado/aseo posterior del agresor, dibuja un perfil de proximidad (alguien con acceso, hábito o confianza). Es una hipótesis policial recurrente, pero sin soporte biológico definitivo sigue siendo indicio, no prueba.
El doble crimen de Almonte es, sobre todo, una lección forense: sin escena primaria preservada de forma óptima, con muestras sensibles al contacto cotidiano (toallas) y con años de por medio, la frontera entre rastro incriminatorio y contaminación puede desdibujarse. La investigación contemporánea busca justo lo contrario: un “anclaje frío” (ADN, fibras, mezclas, microtrazas) que resista la duda razonable y pueda presentarse ante un jurado.
Hoy, Miguel Ángel y María siguen esperando justicia. La vivienda, la cronología del partido, la toalla, la manta y la llave forman el esqueleto de un rompecabezas que no se da por cerrado. Si los peritajes en curso alcanzan ese “anclaje” que faltó en 2017, el caso puede volver a caminar. Hasta entonces, Almonte enciende velas cada abril y repite un deseo sencillo y feroz: que la verdad entre por la misma puerta por la que salió.
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