Miguel Ángel Blanco: 48 horas que partieron a España en dos

La tarde del 10 de julio de 1997, Miguel Ángel Blanco Garrido —29 años, concejal del PP en Ermua (Vizcaya), hijo de emigrantes gallegos— fue secuestrado a plena luz del día por un comando de ETA cuando salía de su trabajo. En cuestión de minutos, un nombre local se convirtió en el centro de una conmoción nacional que aún hoy define nuestra memoria colectiva. 

Esa misma jornada, la banda terrorista lanzó un ultimátum: si en 48 horas el Gobierno no acercaba a los presos de ETA al País Vasco, ejecutarían al concejal. El reloj empezó a contar y España entera contuvo la respiración; las redacciones, las plazas y los portales se llenaron de un grito único: “¡Libertad!”. 

La reacción ciudadana fue sin precedentes: manifestaciones multitudinarias en Bilbao, San Sebastián, Vitoria, Madrid, Barcelona, Zaragoza y decenas de ciudades; velas, manos blancas, pancartas improvisadas, y un clamor transversal que periodistas y cronistas bautizaron como el “espíritu de Ermua”. Aquellas horas cambiaron la conversación pública sobre el terrorismo para siempre. 


Cumplido el plazo, el 12 de julio de 1997, Miguel Ángel apareció en una cuneta de Lasarte-Oria (Guipúzcoa) con dos disparos en la cabeza. Aún con vida, fue trasladado de urgencia al hospital de San Sebastián; murió horas después. El país entero se detuvo entre la tristeza y la rabia contenida, y los homenajes se sucedieron hasta su entierro el 14 de julio en Ermua. 

La investigación judicial identificó al comando Donosti como ejecutor. En 2006, la Audiencia Nacional condenó a Francisco Javier García Gaztelu, “Txapote”, y a Irantzu Gallastegi, “Amaia”, a 50 años de prisión por secuestro y asesinato; la sentencia incluyó prohibiciones de acercamiento e indemnizaciones para la familia. El tercer implicado señalado en la operativa, José Luis Geresta “Oker/Ttotto”, no llegó a ser juzgado: fue hallado muerto en 1999 y los forenses concluyeron suicidio. 

Además, la Audiencia condenó en 2003 al exedil de HB en Eibar Ibón Muñoa como cómplice (aportó información y apoyo logístico); el Tribunal Supremo confirmó la condena en 2004 ajustando el cómputo penal. Con esas resoluciones, el núcleo operativo y de colaboración del crimen quedó sentado en sentencia firme. 


La causa, sin embargo, no terminó ahí. Un cuarto de siglo después, la Audiencia Nacional reabrió la vía para explorar responsabilidades de la cúpula de ETA como autores mediatos que habrían dictado la orden o podido impedir el asesinato. En 2024, el juez procesó a exdirigentes por secuestro y asesinato terrorista; la Guardia Civil aportó informes que señalan a varios exjefes por su papel en la decisión. Es el intento más serio de extender la rendición de cuentas al escalón superior de la organización. 

En paralelo, la sociedad institucionalizó la memoria. El término “espíritu de Ermua” pasó de lema a símbolo cívico y surgieron iniciativas como la Fundación Miguel Ángel Blanco, proyectos académicos y archivos que documentan cartas, vigilias y la pedagogía pública contra el terror. Cada aniversario, la FEMP y los ayuntamientos vuelven a encender velas y a nombrar aquello que unió a millones. 

El crimen de Miguel Ángel Blanco marcó un antes y un después en las calles y en los tribunales: encogió a la banda terrorista ante una ciudadanía movilizada, reforzó una ética compartida frente al chantaje y dejó claro que el silencio no protege; solo encubre. Ese eco persiste, no como consigna, sino como aprendizaje doloroso de un país que eligió estar del lado de la vida. 


Hoy, cada 13 de julio, Ermua se llena de flores y de gente que pronuncia su nombre entero —Miguel Ángel Blanco Garrido— para recordar que hubo 48 horas en las que España se miró a los ojos y dijo “basta”. Lo que ETA creyó una demostración de fuerza se convirtió en el principio de su derrota moral. Y ese, quizá, sea el legado más hondo de aquel joven de sonrisa tímida. 

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