La noche del 30 de octubre de 1992, en plena resaca de Expo y Juegos Olímpicos, una familia de Alicante creyó estar haciendo lo correcto: ingresar a su hija en una clínica de reposo privada para que descansara y encontrara paz. Se llamaba Gloria Martínez Ruiz, tenía 17 años, vivía en el barrio de La Florida (Portazgo) y estaba agotada por el insomnio, la ansiedad y un cuadro de anorexia que venía arrastrando desde los 14. Nunca imaginó que esa clínica, Torres de San Luis, en L’Alfàs del Pi (Alicante), sería el último lugar del que se tendría noticia de ella.
Gloria era una chica brillante: buena estudiante, tocaba el piano, con una vida aparentemente normal hasta que el sueño empezó a romperse. A los 14 años comenzaron las noches en vela, la angustia, la pérdida de peso, la sensación de no encajar. Sus padres buscaron ayuda en una psiquiatra, María Victoria Soler, que la trató durante años con medicación para dormir y para la ansiedad. Parecía mejorar, pero los episodios volvían; la doctora llegó a sugerir terapia de grupo, a la que Gloria se negó. La siguiente “opción” fue el ingreso.
La Clínica Torres de San Luis era un centro privado recién abierto, presentado como un lugar tranquilo para tratar el estrés y el insomnio, más “finca de reposo” que hospital. Una de las socias era la propia psiquiatra de Gloria. A sus padres les ofrecieron una rebaja en el precio y les aseguraron que era lo mejor para ella: unos días de observación, medicación ajustada, silencio y jardín. Ingresó el 29 de octubre de 1992. Esa noche, su madre pidió quedarse a dormir con ella. No la dejaron.
Lo que ocurrió a partir de ese momento solo lo cuentan los papeles del sumario y las declaraciones del personal. Según las enfermeras, en cuanto los padres se marcharon, Gloria empezó a “delirar”: hablaba raro, mostraba agitación. Le administraron medicación oral y, al no notar efecto, pasaron a inyecciones. Horas después, de nuevo según su versión, se le aumentó la dosis de sedantes. Una paciente de 17 años, insomne y frágil, quedaba así en manos de un equipo mínimo y una doctora que, más tarde, admitiría que Gloria no sufría ninguna enfermedad mental grave.
Esa misma tarde, Gloria escribió un mensaje en un papel que hoy hiela la sangre: “Me da miedo pensar que me muero y la única luz esté cerca de mí. Dios mío”. Un grafólogo, años después, concluiría que la letra mostraba signos de estar bajo el efecto de fármacos potentes, una caligrafía torpe, desordenada, muy distinta a la de sus cuadernos de estudiante. Aun así, nadie paró la medicación. Nadie llamó a sus padres. Nadie pidió una segunda opinión.
Según el relato oficial de la clínica, durante la madrugada del 30 de octubre la ataron de pies y manos a la cama para evitar que se hiciera daño a sí misma. En algún momento, pidieron que la soltaran para ir al baño. Y ahí se abre el abismo: las enfermeras dicen que la perdieron de vista unos segundos y que, en ese lapso, Gloria salió descalza de la habitación, llegó hasta una ventana del primer piso, saltó al exterior y, pese a estar sedada y no conocer el lugar, consiguió trepar una valla de unos dos metros y perderse en la noche. Todo eso, sin gafas, con ocho dioptrías de miopía, en un entorno rural que jamás había pisado.
La clínica avisó a los padres y a la Guardia Civil de que su hija “se había escapado”. Desde ese instante, el caso se trató como una fuga: patrullas, perros, helicópteros, batidas por los caminos y campos de L’Alfàs del Pi y alrededores. Durante días, agentes y voluntarios peinaron barrancos, matorrales, casetas, carreteras comarcales. No encontraron ni ropa, ni huellas, ni testigos fiables que la situaran fuera del recinto. La tierra, aparentemente, se había tragado a Gloria a pocos metros de la clínica.
Los años siguientes sumaron pistas inquietantes… y ninguna respuesta. En 1994, cuando el centro ya estaba cerrado, una inspección halló en la fosa séptica una bolsa con ropa interior y un cinturón de Gloria, según confirmaría después la instrucción. ¿Por qué estaban allí? ¿Quién los tiró? ¿Cuándo? Nadie lo explicó de forma convincente. Tampoco se pudo demostrar que hubiera muerto dentro del centro, ni vincular esos restos con un delito concreto. Solo añadieron un nivel más de sombra al caso.
Mientras tanto, surgieron supuestos avistamientos: un empleado de una gasolinera de Altea aseguró haber visto a una chica parecida a Gloria haciendo una llamada; otra mujer dijo haberla visto salir del domicilio de una enfermera de la clínica. Ninguno de esos testimonios resistió el análisis de la Guardia Civil: tiempos que no cuadraban, descripciones vagas, recuerdos contaminados por la exposición mediática. Tres décadas después, ninguna pista civil ha podido confirmar que Gloria estuviera viva tras aquella madrugada.
En el plano penal, la causa acabó archivada en el año 2000 sin indicios suficientes de criminalidad: oficialmente, no había pruebas de homicidio, ni cuerpo, ni autor. Pero en el plano civil, la historia fue distinta. En 2008, la Audiencia Provincial de Alicante condenó a la empresa gestora de Torres de San Luis y a la psiquiatra a indemnizar a los padres de Gloria por la falta de seguridad y de personal cualificado en el centro: primero 60.000 euros, después 104.000, al considerar que el daño psicológico causado a la familia era “incalculable”. No era una condena por matar, pero sí por no proteger.
Hoy, el nombre de Gloria Martínez Ruiz sigue figurando en la base de datos de SOS Desaparecidos con la referencia 20-01799 y su ADN forma parte del Proyecto Fénix, el banco genético que permite cotejar restos no identificados con familias de desaparecidos. No se ha producido, hasta la fecha, ningún positivo que la vincule a restos encontrados en España. Cada aniversario, los medios recuerdan su caso como uno de los grandes enigmas criminales del país, junto a nombres como Alcàsser o el niño pintor de Málaga.
Alrededor de su desaparición se han construido varias teorías: que nunca salió de la clínica y que su muerte por exceso de medicación se ocultó; que fue sacada de allí por terceras personas para explotarla o desaparecerla; que, en medio del delirio y sin gafas, se desorientó y cayó en un lugar que nadie ha sabido rastrear. Ninguna hipótesis ha sido probada. Lo único sólido, tres décadas después, es una certeza incómoda: una menor fuertemente sedada, atada y sin gafas no debería haber estado en condiciones de saltar una ventana, cruzar una valla y volatilizarse.
En 2022 y 2025, nuevos reportajes en prensa reavivaron la indignación: recordaron la nota escrita por Gloria, el contexto de la clínica, las contradicciones del personal y el hecho de que entró para tratar insomnio y estrés, no una psicosis grave. En su barrio, la calle donde creció ya no tiene el mismo nombre por la Ley de Memoria Histórica… pero los vecinos más antiguos aún recuerdan a “la chica del piano” que se fue sin despedirse.
“Me da miedo pensar que me muero y la única luz esté cerca de mí”, escribió Gloria horas antes de desaparecer. Esa frase, doblada en un papel, es hoy lo más parecido a una última voluntad. Porque cuando una chica de 17 años se esfuma estando bajo custodia, no es solo un misterio: es una advertencia. Una pesadilla que nos recuerda que hay lugares donde quienes deberían cuidar apagan la luz… y dejan que la oscuridad se quede con todo.
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