El aviso oficial se difundió aquel mismo fin de semana: 1,70–1,75 m de estatura, 85 kg, pelo corto y moreno con canas, ojos castaños, complexión gruesa, gafas graduadas y un reloj Viceroy como posible único objeto personal. La etiqueta en carteles y redes era clara: desaparecido en Garrapinillos.
La escena final conocida es tan simple como inquietante: aprovechó el paso de un coche por la puerta principal y cruzó la salida a la vista del vigilante, que no abandonó su puesto. Cuando se activó el protocolo de fuga, Lorenzo ya no estaba en el perímetro. No hubo más cámaras que hablaran por él.
A los pocos días, la búsqueda se extendió por caminos agrícolas, acequias y márgenes del Canal Imperial. Pasó un año y no apareció ni una prenda, ni una huella útil. Su esposa, María Peña Andrés, repetía en prensa la misma frase hecha de agotamiento y esperanza: “Nadie sabe nada de él”.
El caso golpeó además por el contexto clínico: Lorenzo estaba medicado con ansiolíticos, antidepresivos y antipsicóticos y sometido a “régimen bata” (pijama, sin dinero, sin salidas no autorizadas). Un dispositivo pensado para proteger a los pacientes pareció no bastar para retener a un hombre frágil que decidió abrirse paso hacia la calle.
En septiembre de 2019, una jueza de lo contencioso responsabilizó al centro y a su médico de no garantizar la seguridad del paciente, y fijó una indemnización de 170.000 euros (90.000 para la esposa y 80.000 para el hijo), a pagar en 10 años, el plazo que marca la ley para poder declarar legalmente fallecida a una persona desaparecida. La resolución no era firme y podía ser recurrida.
El fallo subrayó falta de medios: 45–46 pacientes en unidad abierta con solo dos auxiliares, sin vigilancia suficiente ni control efectivo de puertas. Un diagnóstico sistémico que, más allá de Lorenzo, encendía una alarma sobre seguridad hospitalaria en ingresos psiquiátricos complejos.
A nivel ciudadano, el nombre de Lorenzo quedó clavado en los listados de SOS Desaparecidos: ficha activa, edad actualizada a 65 años, descripción completa y un recordatorio que no se apaga con el tiempo. En Aragón, su caso se cita como paradigmático de las desapariciones “sin un solo rastro”.
La cronología mínima permanece inmóvil desde 2017: salida observada del recinto, activación tardía del protocolo, búsqueda sin hallazgos. Ni un documento, ni un pago, ni una cámara posterior. En ocasiones, los investigadores miran atrás no para repetir pasos, sino para descubrir qué se dio por supuesto y no se verificó a tiempo.
¿Qué pudo ocurrir? Las hipótesis abiertas abarcan desde accidente no presenciado en entornos rurales hasta traslado informal (autostop, vehículo de tercero) que lo alejara del radio de búsqueda primaria. Sin indicios materiales, toda teoría es frágil. Sin desmentidos objetivos, ninguna puede cerrarse. Esa es la condena de los expedientes sin escena secundaria.
La familia convirtió el duelo suspendido en acción pública: entrevistas, aniversarios, peticiones para mejorar protocolos y no “perder la primera hora de oro” en fugas desde centros sanitarios. QSDglobal y plataformas afines han mantenido vivas las efemérides para que la memoria no se archive.
Hoy, ocho años y medio después, la pregunta sigue atada a una imagen precisa: un hombre en pijama caminando hacia la salida. Allí empieza una línea discontinua que Aragón no ha logrado volver a trazar. Su nombre continúa activo en los registros de desapariciones, porque una ausencia sin prueba no es un final: es un vacío que se investiga.
Señas para difusión (cartel oficial): 1,70 m, 85 kg, pelo negro corto, ojos castaños, complexión gruesa, gafas, pijama color crema, bata, zapatillas azul oscuro/turquesa, sin documentación.
Si sabes algo, por mínimo que sea, contacta con Guardia Civil/112 o SOS Desaparecidos (Ref. 20-01291; 649 952 957 / 644 712 806). La verdad puede estar en un detalle que pasamos por alto.
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