El niño que pidió ayuda y nadie oyó: el caso de Gabriel Fernández


 Tenía 8 años, ojos enormes, sonrisa tímida. Vivía en Palmdale, California, con su madre, Pearl Fernández, y la pareja de ella, Isauro Aguirre. El 22 de mayo de 2013 lo llevaron al hospital en estado crítico; murió el 24. La autopsia y los testimonios revelarían meses de golpes, torturas y humillaciones dentro de la casa que debía protegerlo. Aquel crimen atravesó a Los Ángeles y, después, al país entero. 

Lo que ocurrió puertas adentro no fue un secreto perfecto: hubo señales que llegaron a adultos responsables. La maestra de Gabriel, Jennifer Garcia, reportó en repetidas ocasiones lesiones y relatos de maltrato; el Departamento de Niños y Familias (DCFS) acumulaba investigaciones previas sin retirar al niño del hogar. La pregunta que se pegó a este caso —¿cómo un menor pide ayuda tantas veces y el sistema no lo escucha?— no nació del documental, sino del expediente. 


La brutalidad tiene fechas. En la primavera de 2013, Gabriel llegó a urgencias con fracturas de cráneo, múltiples lesiones internas y marcas por todo el cuerpo; en los meses previos, había sido atado, forzado a dormir en un espacio diminuto y sometido a castigos que un juez describió como “nada menos que maldad”. Los fiscales plantearon que Aguirre lo agredía por su supuesta orientación, mientras Pearl lo permitía y participaba. No hubo accidente: hubo intención y ensañamiento.

La justicia penal fue contundente. En 2018, un jurado declaró a Isauro Aguirre culpable de asesinato en primer grado con circunstancia especial de tortura; el juez impuso la pena de muerte. Pearl Fernández evitó el juicio con una admisión de culpabilidad por asesinato en primer grado y recibió cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. La escena en la sala quedó registrada: el juez sentenció y la ciudad entendió que el castigo no alcanzaba para reparar la omisión previa. 


La otra mitad del caso vivió en los pasillos institucionales. En 2016, la fiscalía acusó a cuatro trabajadores sociales por no proteger a Gabriel; tras idas y vueltas, en 2020 un tribunal de apelaciones ordenó desestimar los cargos y un juez los cerró definitivamente. La discusión de fondo —qué significa “responsabilidad penal” cuando el Estado falla— sigue abierta, pero el expediente quedó cerrado para ellos. En paralelo, iniciativas y reformas intentaron que otro niño no volviera a quedar atrapado en los huecos del sistema. 

Años después, The Trials of Gabriel Fernández en Netflix volvió a poner su nombre en boca de todos: no para el morbo, sino para obligarnos a mirar lo que preferimos no ver —alertas ignoradas, visitas formales que no cambiaron nada, una cadena de decisiones pequeñas que resultaron fatales—. Gabriel no murió a manos de un desconocido; murió porque quienes debían cuidarlo se convirtieron en su peor amenaza y porque demasiados adultos alrededor no actuaron a tiempo. ¿Cuántos niños viven hoy con ese mismo silencio pegado a la piel? En “Pesadillas en tu pantalla” nos queda insistir: creer, reportar, insistir otra vez. Y no mirar hacia otro lado.



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