El 4 de diciembre de 1997, una mujer de 60 años se sentó ante las cámaras de Canal Sur. Ana Orantes Ruiz, vecina de Cúllar Vega (Granada), miró a la presentadora Irma Soriano en el magacín “De tarde en tarde” y, durante media hora, narró cuarenta años de golpes, humillaciones y miedo. Lo hizo con una serenidad que helaba la sangre: aquello no era un espectáculo, era un parte de guerra doméstica contado en directo.
En su testimonio explicó algo difícil de creer entonces: aun separada judicialmente, la sentencia la obligaba a seguir conviviendo con su agresor en la misma vivienda, puerta con puerta. La letra de la justicia había ignorado la vida real. Ana lo dijo sin dramatismo, como quien por fin certifica lo obvio.
Trece días después, el 17 de diciembre de 1997, su exmarido, José Parejo, aguardó a que ella regresara, la roció con gasolina en el patio y le prendió fuego. Ana murió calcinada. España entendió, de golpe, lo que significaba esa violencia de la que casi nadie hablaba por su nombre.
El crimen quebró conciencias y abrió titulares. Las imágenes de la entrevista, apenas atendidas al día siguiente de emitirse, se convirtieron en documento histórico tras su asesinato: la primera vez que una víctima había explicado en televisión lo que tantas sufrían en silencio. La prensa y la opinión pública no volvieron a mirar igual.
La maquinaria penal fue rápida para lo que era la época: en diciembre de 1998, un jurado popular declaró culpable a Parejo, y el juez lo condenó a 17 años de prisión, la pena máxima posible entonces. Murió en la cárcel de Albolote en noviembre de 2004 tras un infarto. Justicia llegó, pero nunca a tiempo para Ana.
Pero su nombre no se quedó en una lápida: empujó leyes. Tras el shock social, el Gobierno anunció planes urgentes en 1998; en 1999 se reformaron el Código Penal y la Ley de Enjuiciamiento Criminal para introducir, entre otras, la orden de alejamiento y la penalización de la violencia psíquica habitual. La legislación empezó —por fin— a nombrar y a proteger.
El gran salto llegó con la Ley Orgánica 1/2004, un marco integral que unió prevención, atención, juzgados especializados y medidas de protección. Con debates, resistencias e informes críticos por el camino, sí; pero con una idea central: la violencia de género es un problema de Estado. La norma entró en vigor el 1 de enero de 2005.
Aun así, la pregunta duele: ¿por qué nadie protegió a Ana tras hablar ante todo un país? El sumario reconstruye denuncias y avisos; la sentencia de separación de 1996 mantuvo la convivencia forzada; y la entrevista no desencadenó un protocolo de seguridad. Era 1997: faltaban protocolos, lenguaje y voluntad institucional. Su muerte aceleró todo eso, pero a costa de su vida.
Veinticinco años después, su historia sigue siendo símbolo y aviso. Símbolo de valentía —nombrar al agresor en una España que aún decía “cosas de pareja”— y aviso de que las leyes solo sirven si llegan a tiempo y se aplican. Cada avance —planes, órdenes de alejamiento, juzgados, teléfonos de emergencia, atención integral— lleva detrás su nombre y el de tantas que no pudieron contarlo.
Porque lo más aterrador de la violencia machista no es solo su brutalidad: es que ni alzando la voz garantizas escapar si el sistema no te escucha. Ana Orantes habló para todas; su asesinato obligó a un país a mirarse en el espejo y cambiar la ley. Que su nombre nos recuerde que la protección nunca debe llegar en trece días de retraso.
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