Mònica Borràs: la desaparición que comenzó con una mentira… y acabó bajo el jardín

 Llegó el 7 de agosto de 2018 y Terrassa siguió su rutina. Mònica Borràs, 49 años, dejó de contestar el teléfono a las 9:59 y, de pronto, se desvaneció del mapa. Su pareja, Jaume Badiella, acudió a comisaría y contó que habían discutido y que ella se había marchado sin móvil, sin bolso, sin llaves. La versión sonaba a puerta cerrada, pero sin cierre.

La familia no creyó la escena del “se fue porque quiso”. Mònica era metódica, cercana, con planes a corto plazo. Ese mismo detalle —móvil apagado, coche inmóvil, documentación en casa— encendió la sospecha policial: no era una fuga, era un silencio impuesto.

Durante diez meses, los Mossos reconstruyeron gestos y tiempos: a quién llamó él, cuánto tardó en avisar a los suyos, cómo movió dinero de la cuenta de ella y hasta pidió una tarjeta a su nombre. La pauta era incómoda: quien decía buscarla actuaba como si supiera que no volvería. 


El 19–20 de junio de 2019, la investigación dio el golpe definitivo. Un georradar marcó un punto en el patio de la casa que ambos compartían. Bajo tierra, en un cobertizo, apareció un cuerpo. Al verlo emerger, Badiella se quebró y confesó: Mònica nunca salió de aquella vivienda. 

Luego llegaron los detalles que hielan: la agresión ocurrió dentro de casa; la golpeó “con lo primero que encontró”, según reconoció más tarde; la ocultó enterrándola en el jardín y simuló su desaparición. La autopsia y la escena anclaron la cronología que desmontó sus mentiras. 

El caso no fue un hallazgo en un descampado lejano; fue la constatación de que el peligro vivía a pocos metros de la puerta. Y que un rastro inventado —“se fue tras discutir”— puede retrasar la verdad, pero no borrarla cuando la ciencia excava. Terrassa entendió que Mònica nunca estuvo fuera. 


En 2022, un jurado popular lo declaró culpable. La Audiencia de Barcelona impuso 18 años y 6 meses de prisión y 95.000 € de indemnización: el tribunal consideró probado que la mató a golpes en el domicilio y que se aprovechó de la relación de confianza (agravante de parentesco).

La sentencia fijó algo más que cifras: rechazó que hubiese “colaboración” alguna, porque durante meses Badiella simuló preocuparse mientras ocultaba pruebas y negaba el acceso a objetos de Mònica. La justicia escribió la verdad que el jardín había guardado en silencio.

El nombre de Mònica se sumó a un catálogo doloroso: mujeres a las que primero intentan convertir en ausentes voluntarias y luego en números. Pero las cifras no cuentan quién era: una mujer responsable, con rutinas, familia y proyectos, a la que le apagaron la voz y le robaron el regreso a casa. 


Y quedan las preguntas que punzan: ¿cuántas veces más se intentará disfrazar un crimen de “desaparición”? ¿Qué señales del control y la violencia en el entorno íntimo seguimos normalizando hasta que ya es tarde? Porque lo más aterrador no es perderse en la noche… sino descubrir que la mentira estaba a un metro de la verdad, bajo la tierra del propio hogar

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