Llegó a El Campillo (Huelva) en diciembre de 2018 con una mochila de sueños: 26 años, profesora interina de Plástica, la primera casa lejos de Zamora y el vértigo dulce de empezar. Había peleado por esa plaza; el pueblo parecía un sitio tranquilo para estrenar vida.
El 12 de diciembre salió a correr para domar los nervios de los primeros días. No regresó. La alarma familiar encendió la búsqueda y, de pronto, cada esquina del entorno se llenó de carteles, voluntarios y patrullas que se negaban a pronunciar la palabra que más temían.
Cinco días después, el 17 de diciembre, un vecino localizó ropa en un paraje de matorral y terraplén junto a la N-435; a unos 200 metros apareció el cuerpo de Laura, semienterrado y oculto entre jaras en el barranco de la Mimbrera. La escena borró el aire del pueblo y fijó un punto en el mapa que España no olvidaría.
La investigación miró a la casa de enfrente: su vecino, Bernardo Montoya, 50 años, recién salido de prisión, con un historial que incluía el homicidio de una mujer en 1995 y robos con fuerza. La cercanía no era un dato; era el retrato del riesgo que nadie vio a tiempo.
Los primeros informes forenses hablaron de un fuerte golpe en la cabeza; los análisis complementarios precisaron que Laura murió en las primeras horas tras la agresión, desmontando versiones interesadas sobre plazos y escenarios. Las lesiones eran compatibles con agresión sexual, aunque sin hallazgo de semen.
Las pruebas encajaban como un puzle oscuro: restos de sangre en la vivienda de Montoya, una manta con sangre hallada en la N-435, y una bolsa con llaves y monedero de Laura recuperada camino del cementerio. Él confesó primero e intentó desdecirse después; los indicios dejaron su coartada sin suelo.
El juicio comenzó en noviembre de 2021, protegido de focos por decisión judicial. En diciembre, el veredicto: prisión permanente revisable por agresión sexual y asesinato, además de 17 años y medio por detención ilegal y 400.000 € de indemnización a la familia. La sentencia quedó firme en febrero de 2022.
El país volvió a salir a la calle. El rostro de Laura se convirtió en estandarte de un grito antiguo —“Ni una menos”— y en una pregunta nueva: ¿cómo un homicida reincidente puede vivir a metros de una joven recién llegada sin que salten todas las alarmas? No era azar; era un fallo sistémico que dolía con nombre y apellidos.
La crónica dejó lecciones ásperas: vigilancia real de reincidentes violentos, coordinación entre prisiones, forenses y cuerpos de seguridad, y protocolos de acogida seguros para quienes llegan solas a destinos nuevos. No basta con buscar bien cuando desaparecen; hay que prevenir antes de que falten.
Y queda lo que nadie puede devolver: una vida interrumpida en una calle tranquila. Laura no fue solo una víctima; fue una profesora que había empezado a escribir su futuro. Lo más aterrador no estaba en una sombra lejana: vivía a pocos metros de su puerta, esperando la primera oportunidad.
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