Una madre y una hija en una casa de East Memphis; discusiones recientes, rutinas que igual regresaban cada noche. El 5 de junio de 2005, poco antes del amanecer, Noura Jackson —18 años— dijo haber encontrado a su madre, Jennifer, sin vida en el dormitorio. Minutos después, corrió a buscar a una vecina y marcó al 911. En cuestión de horas, la escena dejó de ser un rumor barrial para convertirse en un expediente que Tennessee no olvidaría.
Los peritos contaron más de 50 puñaladas y, en los informes, quedó registrado un detalle inquietante del cuarto: señales que sugerían una puesta en escena y una ventana rota en la puerta trasera que Noura dijo haber visto al entrar. Era la clase de violencia que se siente personal, cercana, imposible de mirar de frente sin apartar la vista. Desde ese amanecer, la investigación empezó a caminar entre cronologías de llamadas, cámaras de seguridad y una pregunta clavada: ¿quién estuvo con Jennifer entre la 1:00 y las 4:00 de la mañana?
Al principio, Noura fue la hija que dio la alarma. Después, paso a paso, la fiscalía la convirtió en sospechosa: un caso construido con pruebas circunstanciales, testimonios sobre su vida social y una narrativa de conflicto madre–hija. No hubo ADN que la colocara de manera concluyente sobre el cuerpo; sí hubo una suma de indicios que, para el jurado, cerraban el cerco. En 2009, la declararon culpable de asesinato en segundo grado. La sentencia: 20 años y 9 meses.
Durante años, el caso pareció inamovible… hasta que no lo fue. En agosto de 2014, la Corte Suprema de Tennessee anuló la condena: el fiscal principal comentó indebidamente en su alegato final el silencio de Noura —su derecho a no declarar— y, además, la acusación ocultó hasta después del juicio la tercera declaración de un testigo clave. Violaciones constitucionales que exigían nuevo juicio. Ese fallo no decía quién mató a Jennifer; decía que el proceso contra su hija no había sido justo.
Frente a un nuevo juicio y tras casi una década presa, Noura aceptó en 2015 un “Alford plea” por homicidio voluntario —declaración que mantiene su inocencia formal, pero admite que el Estado tendría pruebas para condenarla—, con una pena de 15 años y crédito por el tiempo cumplido. Salió en libertad en agosto de 2016, por cómputos y buena conducta. Siguieron reportajes, un especial de 20/20, peticiones de nuevas pruebas de ADN y un eco persistente de duda pública. La justicia procesal había hablado; la verdad material, tal vez no.
Y aquí queda la grieta que nos obsesiona en Pesadillas en tu pantalla: una madre que quería enderezar la vida de su hija; una hija que, según el Estado, cruzó un límite irreparable; un juicio que se quebró por errores del propio sistema. ¿Hasta dónde llega la certeza cuando las piezas son circunstanciales? ¿Cuánto daño hace un proceso viciado —gane quien gane— a la idea de justicia? Jennifer abrió su casa y su corazón; la madrugada cerró esa puerta para siempre. Porque a veces lo más aterrador no es la ventana rota: es lo que pasa en la habitación contigua, cuando el silencio se vuelve definitivo.
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