Durante años, Clauddine “Dee Dee” Blanchard fue el retrato de la madre abnegada: bata rosa, citas médicas, formularios de beneficencia y una niña en silla de ruedas que —decían— luchaba contra leucemia, distrofia muscular, convulsiones, problemas respiratorios. No era verdad. Era Munchausen por poder: un abuso metódico que fabrica dolencias para cosechar compasión, dinero y control. Gypsy sí podía caminar, comer, reír como cualquier adolescente; lo único que no podía era decidir por sí misma. Su casa en Springfield, Misuri, era una sala de hospital sin salida.
En ese encierro digitalizado encontró una grieta: Internet. Allí conoció a Nicholas Godejohn y, con él, una promesa de vida “normal”. Lo que empezó como mensajes se volvió un plan desesperado: cortar el hilo que la ataba a su madre. No fue una conspiración sofisticada, sino el mapa torpe de dos jóvenes que confundieron libertad con violencia. Aun así, fijaron fecha, acordaron señales y se juraron que después todo sería distinto.
La noche del 14 de junio de 2015, Gypsy esperó en el baño; Nicholas entró al dormitorio y apuñaló a Dee Dee mientras dormía. Al día siguiente, el mundo se enteró por un grito escrito: “That Bitch is dead!”, publicado en el Facebook de Dee Dee. Vecinos rompieron una ventana, hallaron la casa intacta —sillas de ruedas, medicación— y llamaron a la policía: si Gypsy estaba “enferma”, ¿cómo y dónde estaba viva? La ciudad comprendió, en un golpe, que tal vez todo había sido un teatro de años.
La respuesta llegó por una dirección IP. Los agentes rastrearon el post hasta Wisconsin y, horas después, detuvieron a Gypsy y a Nicholas. El relato que creyeron por tanto tiempo —una hija frágil y dependiente— se deshizo ante una escena simple: la joven caminaba, hablaba, no necesitaba tubos. En la casa de Springfield, el cuerpo de Dee Dee confirmaba que el abuso había terminado del modo más irreversible. A partir de allí, el caso dejó de ser una historia de enfermedad y pasó a ser una de supervivencia, delito y responsabilidades repartidas.
La justicia puso nombres y fechas. En julio de 2016, Gypsy aceptó un acuerdo por homicidio en segundo grado: 10 años de prisión. Nicholas Godejohn fue a juicio, declarado culpable de asesinato en primer grado y sentenciado en febrero de 2019 a cadena perpetua sin libertad condicional, más 25 años por acción criminal armada. La paradoja dolía a la vista: quien había vivido bajo abuso fue castigada; quien ejecutó el crimen, condenado de por vida. El expediente, sin embargo, no cerró la conversación: la abrió.
Hoy, Gypsy Rose está en libertad condicional cumplida: salió el 28 de diciembre de 2023 y, desde entonces, el país discute si fue culpable, víctima o —más incómodo todavía— ambas cosas a la vez. Documentales, entrevistas y series han devuelto su nombre a la pantalla; lo esencial sigue siendo la lección que incomoda: el monstruo no siempre es el callejón, puede ser una bata que firma consentimientos. Dee Dee controló cada paso de su hija; ese control la condujo al final. Y a nosotros nos deja una pregunta que no se apaga: ¿qué hubiera pasado si alguien, antes, hubiera visto lo que de verdad ocurría?
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