La niña de las zapatillas rosas: una semana de mentiras y un ático que olía a verdad


Tenía 12 años y un verano por delante. El viernes 3 de agosto de 2012, Tia Sharp llegó a la casa de su abuela en New Addington, Croydon, donde vivían Christine Bicknell y su pareja, Stuart Hazell. A la mañana siguiente, él aseguró que Tia salió temprano hacia el centro comercial para ver a unas amigas. No volvió. La familia llamó a la policía, el vecindario se llenó de carteles, y los noticieros abrieron con su sonrisa. Era la clase de desaparición que se come los días a mordiscos. 

Las primeras horas fueron un rompecabezas de supuestos avistamientos y cámaras que no alcanzaban. Se difundió una imagen de CCTV que pretendía ubicar a Tia cerca de un Co-op local, mientras equipos batían bosques y solares de New Addington y buscaban en centros comerciales sin encontrar un rastro firme. Hazell, señalado como la última persona que la vio, insistía en que la niña se había marchado sola aquella mañana. La calle se convirtió en un coro de esperas; la casa, en el epicentro del relato. 


Durante una semana, Hazell sostuvo su papel ante cámaras: concedió entrevistas, pidió que “volviera a casa”, se mostró conmovido. Pero el 10 de agosto, la narrativa se quebró dentro del propio techo que lo cobijaba. Tras nuevas inspecciones —y tras fallar antes en registrar a fondo—, la policía encontró el cuerpo de Tia envuelto en bolsas y un cobertor negro, metido en el ático de la casa de su abuela. La Met se disculpó públicamente por no haberla localizado antes pese a varias búsquedas previas: “error humano”, dijeron. Ese ático caliente, caótico y con olor a descomposición fue, al fin, la única voz que no podía mentir. 

Lo que salió de la investigación heló a cualquiera. En la vivienda, los agentes hallaron una tarjeta de memoria escondida en un marco de puerta con imágenes indecentes; un patólogo explicó en el juicio que una de ellas parecía tomada después de la muerte. También aparecieron rastros que situaban a Tia en la casa y no en la calle aquel sábado. A la luz forense, el “salió a ver amigas” se desplomó: el peligro no venía de fuera. Vivía allí. 


En mayo de 2013, cinco días después de iniciado el juicio en el Old Bailey, Stuart Hazell cambió su declaración a culpable de asesinato. Al día siguiente, el juez le impuso cadena perpetua con un mínimo de 38 años antes de poder optar a libertad condicional. La sentencia puso fecha a la mentira y cerró el telón jurídico, aunque no hubo causa de muerte establecida por el estado del cuerpo: no hacía falta para entender lo esencial. Tia no se perdió; a Tia la escondieron. 

Quedó, para el Reino Unido, una cicatriz que aún se palpa: búsquedas masivas que tropezaron dentro de la propia escena, una entrevista televisiva que hoy suena como eco falso y una evidencia que se abrió paso desde el calor de un ático. Tia confiaba en él. Su familia también. En “Pesadillas en tu pantalla” miramos de frente esa grieta: a veces lo más aterrador no vive en las sombras de la calle, sino a metros de la mesa donde cenas, detrás de una puerta que creías segura, bajo un techo que olía a hogar hasta que empezó a oler a verdad. 



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