Era la mañana del 12 de abril de 1993 cuando Anabel Segura, 22 años, salió a correr por la urbanización Intergolf de La Moraleja (Alcobendas, Madrid). Cerca del Colegio Escandinavo, una furgoneta blanca se cruzó en su ruta; un jardinero escuchó los gritos y apenas alcanzó a ver el vehículo alejarse. Sobre el asfalto quedaron el walkman y parte del chándal. España estaba a punto de entrar en una espera feroz.
La investigación reconstruyó un plan torpe y sin refugio: dos hombres sin experiencia —Emilio Muñoz Guadix, transportista, y Cándido “Candi” Ortiz Añón, fontanero— la forzaron a entrar en el vehículo con la idea de pedir un rescate “rápido”. Deambularon horas por carreteras de Madrid, Ávila y Toledo; al anochecer, la llevaron a una fábrica de ladrillos abandonada en Numancia de la Sagra (Toledo). Aquella misma noche la mataron.
Mientras la familia suplicaba instrucciones para su liberación, a las 20:07 del 14 de abril sonó la primera llamada de extorsión: exigían 150 millones de pesetas (unos 900.000 €). Hubo más contactos, puntos de entrega… y ausencias sistemáticas de los captores por miedo a ser detenidos. La palabra “secuestro” ocupó portadas, pero la verdad —el asesinato— ya era un hecho.
Dos meses después, llegó una cinta de casete como supuesta “prueba de vida”: la voz decía ser Anabel. Era un montaje. La mujer de Muñoz, Felisa García, había imitado a la joven para prolongar la farsa y mantener viva la extorsión. “Quién sabe dónde” difundió las voces en 1995; la emisión multiplicó avisos y fijó en la memoria del país el escalofrío de aquella grabación. Casi 900 días de engaño.
El giro llegó con un detalle mínimo: tras oír en televisión a los extorsionadores, un vecino de Escalona reconoció la voz de “Candi, el fontanero de mi pueblo”. El 28 de septiembre de 1995 la policía detuvo a Cándido Ortiz y a Emilio Muñoz; Felisa fue arrestada por su complicidad. La chapuza, por fin, tenía nombre y apellidos.
Faltaba el “dónde”. La madrugada del 30 de septiembre, guiados por los propios detenidos, los agentes localizaron el cuerpo de Anabel bajo escombros en la antigua cerámica San Antonio, en Numancia de la Sagra. Se cerraba así el mayor interrogante de un caso que había paralizado al país durante más de dos años.
El proceso penal acreditó el secuestro con fin extorsivo y el asesinato, y fijó condenas: en 1999, el Tribunal Supremo elevó a 43 años las penas de Muñoz y Ortiz; Felisa García recibió 2 años y 4 meses por encubrimiento e impostura de la voz. La justicia marcó cifras; el vacío de la familia, en cambio, no admite cálculo.
El epílogo judicial dejó dos hitos difíciles de digerir: Cándido Ortiz falleció en prisión en 2009; Emilio Muñoz quedó en libertad en 2013 al aplicarse la anulación de la doctrina Parot, tras cumplir 18 años entre rejas. La noticia reabrió la herida social y recordó las fronteras —a veces ásperas— entre derecho y reparación.
La memoria de Anabel quedó anclada en su barrio: en 2021, Alcobendas inauguró un busto y una placa a las puertas del Centro Cultural que lleva su nombre, en La Moraleja. Un gesto sereno para una historia que marcó a toda una generación y a la investigación policial española.
Más de tres décadas después, su caso sigue recordándonos que la seguridad no es un código postal: es prevención, técnica —como el análisis de voz que ayudó a encajar este rompecabezas— y comunidad. Anabel Segura no fue una estadística: fue una joven que salió a correr un día soleado y quedó atrapada en la codicia ajena. Contarla con rigor es no dejar que el ruido le robe, también, la memoria.
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