William Bradford Bishop Jr.: el diplomático que borró a su familia y se desvaneció

Era la tarde del 1 de marzo de 1976 en Bethesda (Maryland). Bajo el techo de una casa moderna en Carderock Springs, una familia de cinco —abuela, madre y tres niños— se preparaba para terminar un lunes cualquiera. Afuera, la vida suburbana seguía su curso; adentro, comenzaba una de las pesadillas más desconcertantes de la crónica criminal de EE. UU. 

A esa hora, William Bradford Bishop Jr., funcionario del Departamento de Estado, había salido antes de la oficina. De camino, compró una garrafa de gasolina y herramientas sencillas —una maza y una pala—, objetos inocentes que, juntos, delataban un plan. Aquella lista de compras, reconstruida después por los investigadores, marcó el preludio de una noche sin retorno. 

Esa misma noche, dentro de la casa, la violencia irrumpió con un silencio quirúrgico. La abogada Annette (37), la abuela Lobelia (68) y los tres niños —Brad III (14), Brenton (10) y Geoffrey (5)— fueron atacados a mazazos. No hubo robo ni forcejeos con terceros: todo apuntaba hacia el padre de familia. La escena quedó salpicada de sangre y de preguntas que, casi medio siglo después, siguen sin una respuesta definitiva. 

Bishop cargó los cuerpos en la station wagon Chevrolet familiar y condujo toda la noche hacia el sur, hasta una zona boscosa y apartada de Tyrrell County (Carolina del Norte), cerca de Columbia y el Albemarle Sound. Allí cavó una fosa del tamaño de una bañera, arrojó los cuerpos, les prendió fuego y se marchó. La hoguera llamó la atención de un guarda forestal al día siguiente: el horror yacía todavía humeante. 

Mientras en Bethesda los vecinos creían que los Bishop habían salido de viaje, las autoridades de Carolina del Norte iniciaban una investigación por cuerpos parcialmente calcinados en un claro del bosque. Tardarían casi una semana en unir las piezas: aquella familia hallada en el sur era la misma que no respondía el teléfono en Maryland. La verdad, por cruel que fuera, ya tenía nombre y apellidos. 

El 18 de marzo de 1976, la policía halló el coche familiar abandonado en el área de Elkmont, dentro del Great Smoky Mountains National Park, en la frontera entre Tennessee y Carolina del Norte. Dentro, mantas manchadas de sangre y útiles que encajaban con la reconstrucción del crimen. Desde ese punto, el rastro físico del sospechoso se evaporó. La persecución, en cambio, no hacía más que empezar. 

¿Motivo? Los investigadores hablaron de frustración profesional, depresión tratada con oxazepam (Serax) y una vida de alto rendimiento resquebrajada por dentro. Diplomático formado en Yale, con posgrados y varios idiomas, Bishop conocía bien Europa y África. Era, en suma, el tipo de fugitivo capaz de reinventarse lejos… si lograba cruzar el océano. Las pistas posteriores lo situaron —siempre sin confirmar— en Italia, Suiza o incluso en otros países europeos. 

Con los años, el expediente se volvió legendario: Interpol, retratos envejecidos, bustos forenses, hipótesis y supuestos avistamientos. En 2014, el FBI lo sumó a su lista de los Diez Más Buscados, reinyectando foco y recompensas a un caso que ya bordeaba las cuatro décadas. Era un mensaje claro: el tiempo no extingue ciertas deudas. 

Ni el cartel del FBI ni los especiales televisivos han bastado. A día de hoy, William Bradford Bishop Jr. continúa prófugo. El expediente, abierto como una herida, resume la paradoja: una investigación minuciosa, pruebas sólidas sobre el qué y el cómo, y un abismo insondable sobre el dónde. Casi medio siglo después, la figura del diplomático convertido en sombra sigue esquivando la luz de la justicia. 

Cinco nombres quedaron atrapados en la noche de 1976: Lobelia, Annette, Brad III, Brenton y Geoffrey. Una casa perfecta, un coche abandonado en las montañas y una fosa improvisada en el bosque completan el mapa de la traición más íntima. Porque a veces, lo más aterrador no es el extraño que llama a la puerta… sino el padre que decide cerrarla para siempre desde dentro. 


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