Agosto de 2007, Panhandle de Florida. El calor vibra sobre un patio trasero y el agua parece un juego inofensivo. Adrianna Hutto, 7 años, corre con bañador y la inocencia puesta. Minutos después, una llamada al 911 rompe la tarde: su madre, Amanda Lewis, dice haberla encontrado sin respirar. El reloj se detiene; la pesadilla empieza.
Los sanitarios la trasladan a Bay Medical; no pueden salvarla. En un primer momento todo huele a tragedia doméstica: una niña y un “accidente” en el agua. El parte policial anota Esto, un rincón rural de Florida; el relato de la madre encaja con lo que tantas veces ocurre en verano. Hasta que los detalles empiezan a chirriar y el caso deja de ser un ahogamiento para convertirse en un presunto homicidio.
El giro llega desde la voz más pequeña. A.J., medio hermano de Adrianna, 6 años, le cuenta a un investigador —en una entrevista grabada con psicólogos— que “mamá la metió en el agua” como castigo; que la sostuvo bajo hasta que dejó de moverse. No fue un tropiezo, dice; fue un castigo que se volvió muerte. Su testimonio, firme y sin contradicciones aparentes en la cinta, será el corazón del caso.
La investigación levanta capas. En la casa casi no hay juguetes; Amanda asegura que los retiró por un castigo y que están en un cobertizo… pero el cobertizo está vacío. Pasa un polígrafo negando haber matado a su hija, mientras la forensia documenta hematomas en la frente compatibles —según la acusación— con la versión de A.J. A todo se suma la sombra del patólogo que practicó la autopsia, con historial de negligencias previas: su nombre añade ruido a una escena ya enmarañada.
En septiembre de 2007 detienen a Amanda Lewis y la acusan de asesinato en primer grado. La oferta de conformidad —admitir homicidio imprudente a cambio de 10 años— es rechazada: irá a juicio. El proceso arranca en febrero de 2008 con un jurado que deberá decidir si cree a un niño de seis años… o a una madre que insiste en el accidente.
Tras cuatro días de vista y apenas dos horas de deliberación, llega el veredicto: culpable de asesinato en primer grado y de maltrato infantil agravado. En marzo, la sentencia: cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Dos años más tarde, la apelación fracasa y el tribunal confirma la condena. La versión del “accidente” queda judicialmente enterrada.
El caso deja un reguero de preguntas emocionales imposibles de desactivar: una niña de siete años que no vuelve del agua, un niño que aprende demasiado pronto lo que significa recordar, y una madre convertida —para la justicia— en verdugo. La casa ya no es un hogar; es el eco de una decisión que nadie debería tomar.
La historia cruza fronteras y pantallas. ABC 20/20 emite “What A.J. Saw”, un especial que reconstruye la tarde, la cinta del menor y el pulso forense; otras series de true crime en EE. UU. y Reino Unido vuelven sobre el expediente, convirtiendo a Adrianna en una advertencia constante sobre los “accidentes” que no lo son.
Entre juristas y forenses, el expediente se estudia como un nudo difícil: ¿hasta dónde llega la fiabilidad de un testimonio infantil bien tomado? ¿Qué peso deben tener los hallazgos periciales cuando el entorno familiar añade capas de ambigüedad? ¿Cómo se evita que la duda —razonable o no— erosione la búsqueda de la verdad?
Adrianna Hutto ya no puede contar su versión. Lo hizo el agua, lo hizo su hermano, lo hizo un jurado que dijo “culpable”. Pero el estremecimiento persiste, porque en esta historia lo aterrador no es solo la muerte: es descubrir que, a veces, el peligro no acecha desde fuera, sino desde la mano que debía sostenerte cuando más te faltaba el aire.
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