El caso, reconstruido por Fiscalía y fallos judiciales, describe una maquinaria de control y lucro. Mientras decía costear “la clínica en el extranjero”, Pinzón presionó a la familia para obtener grandes sumas de dinero y, en paralelo, buscó reordenar herencias y testamentos a su favor. La versión oficial descarta el viaje y sitúa a Helena en esa finca, a cargo de allegados del victimario, hasta su muerte por negligencia extrema. No hubo escena clásica de homicidio: según dirección seccional de Fiscalías, la evidencia apuntó a inanición y malos tratos en cautiverio.
El dato más crudo llegó con la cronología de 2016: el propio Pinzón habría devuelto el cuerpo de Helena a la finca familiar… envuelto en lonas, alegando un “procedimiento fallido” y hasta inventando la presencia de “material radiactivo” para impedir que alguien se acercara. Ese detalle fue corroborado por el testimonio del mayordomo, que terminó viendo el cadáver. Luego, según la investigación, el cuerpo fue incinerado, lo que explica por qué nunca se recuperaron restos para exámenes forenses clásicos. La desaparición sin cuerpo se convirtió en desaparición forzada agravada.
En octubre de 2022, un juzgado de Bogotá condenó en primera instancia a Camilo Fidel Pinzón a 46 años de prisión por desaparición forzada agravada. Aunque se trató de una sentencia sin hallazgo de restos, el andamiaje probatorio —seguimiento patrimonial, testimonios y desmontaje de la fábula médica— fue considerado suficiente para acreditar el crimen. La madre de Helena, Liliana Laserna, inicialmente investigada, terminó reconocida como víctima de engaño y manipulación dentro del mismo plan.
Durante meses, Pinzón se fugó. Se movió por Brasil y Ecuador y hasta dio señales en Europa. La historia tuvo otro giro en junio de 2023: fue capturado en Bogotá y puesto a disposición para cumplir la condena de 46 años, lo que para Fiscalía y la prensa nacional cerró el capítulo judicial principal, aunque sin resolver el vacío irreparable de no contar con restos para despedirla.
Más allá del expediente, el caso expone grietas sistémicas. Primero, la facilidad con que un tercero, sin calificación médica ni controles, puede aislar a una joven con discapacidad bajo el relato de un “tratamiento” en el exterior. Segundo, la ceguera inducida: mudanzas, historiales fragmentados, versiones cambiantes y un círculo íntimo dirigido por el victimario bastaron para cortar la verificación independiente. Tercero, el móvil económico: el Tribunal resaltó cómo el interés en el patrimonio marcó cada decisión, desde el “viaje” hasta los intentos de ajustar testamentos.
El componente de violencia económica y patrimonial fue tan central como el cautiverio. La versión judicial recoge que, mientras Helena estaba oculta, Pinzón seguía exigiendo dinero con la excusa de pagar gastos médicos inexistentes. Ese flujo fue clave para reconstruir la cronología: cuando cesaron las exigencias y se produjo la “devolución” en lonas, la Fiscalía concluyó que Helena ya había muerto. La inexistencia del viaje internacional y la no comparecencia en ninguna institución sanitaria hicieron el resto.
De puertas para afuera, la marca Laserna —y el vínculo con una de las universidades más prestigiosas del país— amplificó el estupor. Pero puertas adentro, lo que se ve es una forma de maltrato letal: aislamiento, desinformación y privación que derivaron en muerte por abandono. El Ministerio Público y la prensa documentaron cómo la ficción del “centro especializado” tapó la falta de controles y las señales que, vistas hoy, eran alarmas encendidas.
La condena de 2022 y la captura de 2023 ofrecieron respuestas legales, no consuelo. No hubo hallazgo de restos ni ritual de despedida. La memoria de Helena, en cambio, se volvió una advertencia: la tutela sobre personas con discapacidad no puede descansar en relatos sin trazabilidad; la promesa de “curas milagrosas” debe enfrentarse con verificación institucional; y toda salida del país por motivos médicos requiere rastro documental robusto. Son lecciones escritas con una ausencia.
Helena Laserna no murió en una sala de hospital, sino en la sombra de una historia inventada para lucrar con su vulnerabilidad. La fábula del viaje terminó en una finca; la esperanza de un tratamiento, en inanición; y el cuerpo, en cenizas. Lo que queda es su nombre y la obligación de que su caso siga enseñando —a familias, autoridades y jueces— que el control y el dinero, cuando se mezclan con la vulnerabilidad, pueden fabricar un “tratamiento” donde solo hay cautiverio y silencio.
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