La madrugada del sábado 4 al domingo 5 de octubre, Carlos Emilio estaba en el restaurante-bar Terraza Valentino. A las 2:30 a. m. —según relataron sus cercanos a la prensa local— se levantó para ir al sanitario. No volvió. Y lo que parecía un gesto mínimo se convirtió en una línea de tiempo hecha de huecos: cámaras que no aclaran, minutos sin versión y una puerta que, si se cerró, nadie ha podido demostrar cuándo.
La familia denunció de inmediato y la historia estalló en el puerto. El caso tocó nervios políticos: el dueño del establecimiento, Ricardo Velarde Cárdenas (entonces secretario de Economía estatal), terminó presentando su renuncia “para no entorpecer” la indagatoria. El propio local difundió un comunicado asegurando “colaboración irrestricta” con las autoridades y entrega de todos sus videos; del otro lado, los de casa reclamaban que esas imágenes resultaban insuficientes para reconstruir el último rastro de Carlos Emilio.
La Fiscalía de Sinaloa cateó Terraza Valentino y, días después, amplió la búsqueda a otros puntos de la ciudad. En esos operativos estuvo presente el padre del joven. Pese a ello, ningún indicio sólido ha explicado qué ocurrió después de que cruzó el umbral del sanitario. No hay cámara que lo capte saliendo; no hay testigo que complete el trayecto siguiente. Sólo una ausencia que se hizo pública a la velocidad de un trending.
En paralelo, el eco mediático creció. Las marchas en el malecón, los volantes y los listados de personas desaparecidas con su ficha al frente hicieron de Mazatlán un tablero de preguntas abiertas. Su madre, Brenda Valenzuela Gil, repitió en entrevistas que, a tres semanas, la investigación “no tenía avances sustantivos”; que la vida de la familia quedó en pausa; que cada amanecer sin noticia es una segunda noche.
El expediente, con todo, sí dejó certezas mínimas. Primera: la última localización confirmada de Carlos Emilio es el interior del bar, rumbo al baño, alrededor de las 2:30. Segunda: las diligencias iniciales se centraron en asegurar DVRs y respaldos de video del negocio. Tercera: hasta hoy, no se ha comunicado públicamente una línea de tiempo completa que muestre su salida del lugar. Cuarta: la presión pública derivó en la dimisión del empresario-funcionario que figuraba como propietario. Cuatro piezas firmes… que no arman el rompecabezas.
Afuera, la ciudad turística alterna música con consignas. Adentro, la familia repite lo esencial: Carlos Emilio mide 1.83, complexión delgada, cabello castaño, ojos café claro. Cualquier imagen, cualquier clip, cualquier chofer que recuerde un traslado en la franja de 2:30 a 4:00 a. m. puede ser la bisagra entre un expediente estático y un relato que por fin avance.
En estos casos, el tiempo no sólo pasa: borra. Por eso, cada solicitud de la familia —peritajes independientes de video, volteo de cámaras privadas cercanas, trazado de rutas probables y revisión de servicios de transporte en la franja crítica— es también una pelea contra la erosión de la memoria urbana. Y contra una sensación tan mazatleca como universal: que la fiesta puede tapar un grito.
Nada de lo anterior alcanza para señalar un culpable ni para fijar una hipótesis única. Pero sí dibuja un deber: sostener la búsqueda con metodología, sin intermitencias, y comunicar avances verificables a la familia. La renuncia de un funcionario y los cateos mediáticos son titulares; la respuesta que esperan Brenda y los suyos es otra: ¿dónde está Carlos Emilio?
Si estuviste en Terraza Valentino la madrugada del 5 de octubre de 2025 o transitaste la Zona Dorada entre las 2:30 y las 4:00, tu recuerdo —una foto, un video, un ticket, un traslado— puede ser clave. Porque lo más aterrador aquí no es la oscuridad de un baño: es la certeza de que alguien vio algo y todavía no lo sabe.
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