El 31 de agosto salta la alerta policial. Al día siguiente, su coche aparece en un aparcamiento de senderistas en Las Dehesas (Cercedilla). En minutos, el Guadarrama se convierte en tablero de búsqueda: helicópteros y drones rascan el aire, perros peinan senderos, mapas abiertos sobre capós, vecinos y montañeros que rastrean barrancos como si buscaran a una de los suyos. La montaña guarda silencio.
Durante once días, España mira hacia arriba. Cada amanecer, más voluntarios; cada tarde, más conjeturas: una caída, un desvanecimiento, un desvío mínimo en una curva del camino. La sierra parece encogerse, llena de huecos ciegos donde un giro de senda basta para perderse del mundo.
El 4 de septiembre llega la noticia que detiene relojes: encuentran su cuerpo en la zona de La Peñota, cerca de Cercedilla. No hay indicios de violencia. La identificación llega con la prudencia de siempre y la certeza de nunca: ella, la de la sonrisa amplia y el metal olímpico, había quedado allí, a la intemperie, mientras un país entero la llamaba por su nombre.
La investigación se asienta en lo esencial: ausencia de criminalidad y un desenlace compatible con un accidente en la montaña. El resto pertenece a la esfera íntima, donde no caben focos. La familia pide respeto. El país aprende a despedirse en voz baja.
Quedan, sin embargo, los márgenes que inquietan: un terreno amable que se vuelve laberinto, canales y pedreras que engañan al GPS, sombras al caer la tarde. Preguntas técnicas y humanas: ¿pudo encontrarse antes?, ¿hubo señales previas que no supimos leer?, ¿qué pasa cuando alguien decide caminar a solas y el destino escribe otra cosa?
Cercedilla ya es un mapa emocional: el aparcamiento de Las Dehesas, el Collado del Rey, las lomas de La Peñota. Allí se buscó, se lloró y se encendieron velas. Allí también se prometió no olvidar que la montaña es bella, sí, pero severa, y que un paso fuera de traza puede separar la vida del extravío.
El legado de Blanca no termina en una ladera. Fue la primera mujer española con medalla olímpica de invierno, referente para generaciones que aprendieron su nombre antes de calzarse unas botas. Hoy vive en cada niña que se ata los esquís y en cada caminante que respira hondo antes de subir.
Las desapariciones en la naturaleza dejan una lección áspera: incluso en casa, incluso “aquí al lado”, hay silencios que no se rompen. La sierra enseña a respetar tiempos, previsión y compañía, pero también nos recuerda que no todo se puede medir ni controlar.
¿Cómo se acompaña a quien decide caminar a solas y se pierde entre sombras que nadie ve? ¿Y cuántas historias se escriben en la montaña sin testigos, donde solo la luz y el viento guardan la última palabra? Porque lo más inquietante no es solo la ausencia… sino el eco que deja cuando la naturaleza decide guardar su secreto.
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