José Antonio Delgado “El Indio”: la tragedia en Nanga Parbat que estremeció al alpinismo latinoamericano


Junio de 2006. Un venezolano de 41 años, mecánico de formación y montañista por destino, aterriza en Pakistán con un objetivo que ya tenía nombre propio: Nanga Parbat, 8.125 metros de hielo y roca a los que la historia apodó la Montaña Asesina. A José Antonio Delgado lo llamaban “El Indio”: calma para esperar la ventana de buen tiempo, fiereza para empujar cuando la montaña concedía un respiro. Había llevado la bandera de su país a grandes cumbres; esta vez, el Himalaya occidental le hablaría en otro idioma.

El 11 de julio, Delgado corona la cima por su cuenta. No hay multitudes ni fotos posadas: solo una comunicación escueta, el viento afilado y la urgencia de bajarse cuanto antes antes de que la arista se cierre. Lideraba una expedición venezolana en la que su compañero, Edgar Guariguata, había quedado en el campo base por problemas de salud. La cima era suya; el verdadero riesgo, como siempre, empezaba al descender. 

En la bajada, el parte se vuelve profecía: la huella desaparece, la visibilidad cae, el itinerario se desdibuja. Delgado vivaquea cerca de los 7.800 metros y, guiado desde abajo con binoculares, logra reaparecer en el C4. Aún así, el margen se estrecha: sin agua ni comida, con el equipo castigado, avisa por radio que intentará alcanzar el C3. El 17 de julio se escucha su última llamada. Después, silencio. 


Nanga Parbat no perdona las dudas. El sobrenombre de “Killer Mountain” no es marketing: es estadística y memoria. A esa altura, cada ráfaga empuja, cada placa cede, cada minuto roba calor. En el campo base, las voces se apagan de una en una; arriba, el reloj de la altura marca su propio tiempo. El descenso de Delgado ya no depende solo de sus piernas.

Pakistán moviliza a seis alpinistas locales, curtidos en esas pendientes, con apoyo del ejército. Suben por corredores que se vuelven cuchillos, trepan aristas que tiemblan. El 21 de julio localizan a Delgado sin vida alrededor de los 7.100 metros. El parte es sobrio y brutal: lo enterrarán allí, en la misma montaña que lo vio tocar la cima y quedarse en el camino de vuelta.

No se fue cualquiera. “El Indio” ya había puesto su nombre en cinco ochomiles —Everest, Cho Oyu, Shisha Pangma, Gasherbrum II y Nanga Parbat— y estaba considerado el montañista venezolano más completo de su generación. En 2001 había formado parte del primer equipo de su país en alcanzar la cumbre del Everest; su currículo mezclaba récords de velocidad andinos y una ética paciente de cordada. 


La noticia viaja más rápido que cualquier frente frío. En Venezuela, su nombre deja de ser solo la firma en un parte de cumbre: se vuelve brújula. Dos años después, un documental recupera sus imágenes, sus palabras y el operativo final: “Más allá de la cumbre” no es elegía; es conversación con la altura, y con el precio que a veces exige. 

Quedan los detalles que encogen el pecho: la última radio pidiendo que despidan a su esposa e hijos, la carpa rota, el cálculo imposible entre quedarse y moverse. Queda, sobre todo, la verdad que todo alpinista aprende tarde o temprano: la cima es la mitad del camino, y la montaña siempre tiene la última palabra. 

Su legado, sin embargo, no es solo deportivo. En Mérida, Caracas y cada escuela de montaña andina, “El Indio” sigue siendo una clase de ética: escuchar el clima, no forzar la ruta, entender que respeto no es renuncia, sino la condición de toda conquista. A veces la cumbre es un lugar; otras, una forma de caminar. 

Y queda la pregunta que muerde cuando se apagan los focos: ¿cómo se despide uno de quien eligió vivir donde el aire casi no existe? ¿Cuántas veces la gloria y la fragilidad comparten la misma arista, a un paso del cielo y a un soplo del abismo? Nanga Parbat guarda su cuerpo; quienes siguen subiendo llevan su propósito en la mochila. 

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