Caso Ewa Striniak (1999): la “agenda roja” del miedo y un asesinato sin resolver en Valencia

Primavera de 1999, Valencia. En un piso alto y silencioso, detrás de persianas que filtraban el sol, vivía Ewa Striniak: 44 años, polaca, elegante hasta el detalle, conocida en ciertos círculos por su reserva y por moverse donde el lujo y la discreción se estrechan la mano. Llevaba casi una década rehaciendo su vida en España, siempre lejos del foco, siempre protegida por una educación de hierro… y por una pequeña libreta de cuero que nunca dejaba lejos.

La mañana del 25 de abril la ciudad amaneció con un rumor que, muy pronto, sería grito: Ewa apareció muerta en su dormitorio. La golpearon con brutalidad; el rostro casi irreconocible. No había puertas forzadas ni cajones volteados, ni el caos del robo torpe. Aquello olía a alguien que conocía el lugar, los tiempos y las llaves. En esa calma rota, el único ruido nuevo era el de la sangre seca.

Los primeros agentes llegaron cuando ya nada podía arreglarse. En el apartamento, entre perfumes caros y ordenes milimétricos, hallaron lo que cambiaría el tono de la historia: una agenda roja. Nombres, teléfonos, iniciales, cifras escribiéndose como sombras a lápiz. Empresarios. Abogados. Políticos. Contactos que preferían no verse impresos en ningún papel. La prensa tardó poco en bautizarla: la “agenda del miedo”.


El hombre que encontró el cadáver fue también, de inmediato, el primer señalado por la lógica fría de la rutina: Eduardo Andrés, ingeniero de prestigio y decano de su colegio profesional. Tenía llaves, sabía entrar sin molestar, conocía a Ewa y sus horarios. Llamó a la policía… pero tarde. Su relato tuvo huecos y contratiempos. Bastó para encender sospechas; no bastó para condenar.

Las paredes, mientras tanto, devolvían un eco: no había ADN concluyente, ni arma, ni huellas que cerraran la puerta de la duda. La “agenda del miedo” empezó a crecer en los pasillos: ¿grabaciones? ¿chantajes? ¿un seguro de vida escrito en tinta roja? También crecieron los silencios. Nadie quería ver su nombre impreso en la libreta que ahora era prueba… y amenaza.

El caso se movió durante meses como una sombra alargada. Declaraciones, descartes, puertas que se abrían y se cerraban sin avance. En 2001, el procedimiento se archivó. Sin culpable. Sin arma. Sin verdad. La agenda desapareció de los titulares como desaparecen los papeles incómodos: a paso quedo, doblada en cuatro, guardada donde el polvo es más grueso.


Con los años, Valencia prefirió volver a su ritmo de terrazas y avenidas, pero el eco siguió en determinadas mesas. Periodistas reabrieron carpetas, compararon fechas, persiguieron pistas que se deshacían justo antes de hacerse noticia. Alguien escribió la frase que muchos pensaban: la ciudad olvidó a Ewa; Ewa conocía a la ciudad mejor de lo que la ciudad la conoció a ella.

Lo que quedó fue una hipótesis que nadie quiso firmar: a Ewa no la mató un arrebato, la mató un miedo. No hubo celos de esquina ni crimen de azar; hubo cálculo. Un golpe preciso para borrar una historia que podía derrumbar otras. La agenda como escudo… y sentencia. El lujo como cortina… y coartada. El silencio como único idioma permitido.

Hoy, el piso es otro piso, la calle es otra calle, pero la escena no se borra: una mujer tendida sobre la cama, un dormitorio demasiado ordenado, una libreta roja que respira como un animal pequeño en el cajón de la mesilla. Y el olor frío de un crimen profesional que no quiso dejar mensaje, solo ausencia.


¿Cómo se investiga un asesinato cuando la prueba clave se convierte en dinamita para demasiadas manos? ¿A quién protegía de verdad la muerte de Ewa Striniak: a su asesino… o a los nombres que no debían pronunciarse?

Porque lo más aterrador no es solo un golpe en la oscuridad… es el silencio impecable que lo envuelve para que nadie, nunca, pueda demostrarlo.

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