La tarde del 6 de diciembre de 2010, Barakaldo encendía sus luces de invierno cuando Cristina Estébanez, de 25 años, regresó a su casa pensando que las paredes la protegerían. Llevaba días amparada por una orden de alejamiento contra su expareja. En teoría, la distancia estaba escrita; en la práctica, el peligro ya había encontrado el modo de trepar.
No hubo portazo, ni timbre, ni voces en la escalera. Hubo techo. Desde allí —según reconstruyó la investigación— el agresor descendió con una cuerda, forzó el acceso y entró como quien atraviesa un techo de papel. El plan burlaba cerraduras y protocolos: no hacía falta llave cuando el camino caía desde arriba.
Dentro del piso estalló la violencia. Primero, un arma exótica que dice más de la voluntad que del azar: una katana. Después, un cuchillo. El golpe certero llegó a la nuca de Cristina, que murió en el acto. En el intento de defenderla, su compañero actual recibió una puñalada en el cuello y sobrevivió tras una operación de urgencia. Aquella escena, por su brutalidad, heló a un municipio entero.
La orden de alejamiento había sido dictada solo unos días antes. Era, sobre el papel, un muro legal entre víctima y agresor. Pero la letra no pudo con la geometría del tejado ni con una cuerda. El caso se convirtió de inmediato en símbolo de una pregunta incómoda: ¿qué vale una orden cuando quien amenaza está dispuesto a caer desde el cielo para quebrarla?
La investigación caminó rápido. Vecinos, registros y un rastro de preparación previa apuntaron al mismo nombre: S. M. G., expareja de Cristina. La forma de entrada —desde el tejado—, el forzamiento y la combinación de armas quedaron fijados en diligencias y en la memoria pública. No era un arrebato; era un asalto planificado para eludir cada barrera.
Hubo duelo y hubo calle. Barakaldo se echó fuera de casa para decir “esto también es nuestro”. Minutos de silencio, velas, pancartas. No se protestaba solo contra un asesinato: se señalaba la grieta por la que se cuela la impunidad cuando la protección no alcanza a la arquitectura ni a la escalada. Ese diciembre quedó grabado como un punto de no retorno.
Con el tiempo, un jurado popular declaró culpable a S. M. G. del asesinato de Cristina y de las graves lesiones a su pareja. La sentencia subrayó lo que ya intuía el vecindario: no hubo azar, hubo diseño. La katana no era un capricho; la cuerda, tampoco. El itinerario desde el tejado fue la firma de una voluntad homicida. (Datos de juicio y relato fáctico refrendados por crónicas judiciales de la época).
El caso reabrió debates que España conoce de memoria, pero que siguen siendo urgentes: la eficacia real de las órdenes de protección, la evaluación del riesgo, la coordinación policial y judicial, la necesidad de medidas que contemplen escenarios “no convencionales” —entradas por patios, tejados, ventanas— cuando el agresor ha verbalizado intención y cuenta con medios.
Cristina tenía 25 años. Tenía una casa, una alarma social a su favor, una resolución judicial que la nombraba. Y, sin embargo, el papel no detuvo la cuerda. Su nombre se convirtió en consigna y en aprendizaje amargo: la protección no puede ser solo un documento; tiene que ser, también, una estrategia que piense como piensa quien quiere dañar.
Lo que Barakaldo aprendió esa noche no se borró. Quedó el duelo, la cicatriz y un recordatorio que duele escribir: “Confié en una orden… y el silencio me encontró”. Que su historia siga contándose no es morbo; es prevención. Es exigir que ninguna otra mujer tenga que mirar al techo para preguntarse si por allí también puede entrar el miedo.
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