El conde de Atarés: dos disparos en la calle Serrano y una década de señales ignoradas

La tarde del 20 de junio de 2022, varios vecinos del 205 de la calle Serrano (barrio de Salamanca, Madrid) llamaron a emergencias tras oír una fuerte discusión y tres detonaciones. Cuando la Policía accedió al piso, halló a dos mujeres muertas —la pareja de Fernando González de Castejón, 44 años, y una amiga de unos 70— y al aristócrata sin vida: se había disparado después de matarlas. Aquel triple escenario —dos asesinatos y un suicidio— destapó la doble vida de un noble que escondía violencia tras los títulos. 

Fernando González de Castejón, 53 años, conde de Atarés y marqués de Perijá, era militar de carrera, aficionado a la caza y descendiente de linaje antiguo. Su nombre había asomado a la televisión años antes por asuntos económicos, pero no por su vida privada. Tras el crimen se supo que acumulaba episodios de ira y control y que en el edificio era conocido por su carácter imprevisible. 

El registro del domicilio reveló un arsenal impropio de una vivienda urbana: alrededor de una decena de armas cortas y largas, piezas de colección y armas operativas, e incluso silenciadores —prohibidos en España— junto a objetos como un puño americano y una daga. La Policía y la Guardia Civil confirmaron, además, que el aristócrata no tenía licencia de armas en vigor. 


La cronología que reconstruyeron los agentes es seca y brutal: discusión, varios disparos contra la pareja y su amiga, y luego el tiro final sobre sí mismo. La autopsia apuntó que el conde no estaba bajo los efectos del alcohol ni de drogas cuando apretó el gatillo. Fue decisión fría. Fue control. Fue dominio. 

Con el piso ya precintado, emergió el pasado que no figuraba en las tarjetas de visita: denuncias por malos tratos años atrás y un historial de violencia doméstica que alcanzó a su madre y a su hermana, con una orden de alejamiento que dejó de estar activa tiempo antes del crimen. El retrato público del “señor de” se quebró para mostrar el patrón conocido por los especialistas: escalada de control, antecedentes, aislamiento de la víctima. 

La investigación policial subrayó otra pieza incómoda: durante años, y pese a avisos previos, ni el entorno social ni los controles administrativos detectaron la combinación explosiva de armas ilegales, episodios de agresividad y acceso a las víctimas. El caso expuso un fallo sistémico: cuando el agresor encaja en el molde del “hombre respetable”, muchas señales se interpretan como excentricidades. Hasta que dejan de serlo. 


En los días siguientes, los medios perfilaron al homicida: noble de títulos heredados por BOE, vida acomodada, afición a las armas y al tiro, y una imagen cuidadosamente barnizada de elegancia. La otra cara —la que contaban testimonios y papeles— hablaba de misoginia, control y antecedentes. El contraste ayudó a explicar por qué el eco fue tan amplio: el crimen desmontaba la idea de que la violencia de género pertenece a ciertas clases o códigos postales. 

La vivienda de Serrano quedó como un símbolo incómodo: lujo, mármol y cristal alrededor de una escena que, por su mecánica, pudo haber sido evitada si se hubieran cerrado antes las grietas —las armas sin licencia, la reincidencia en conductas agresivas, la protección insuficiente de la pareja— que la investigación fue alineando después. La sensación general, repetida en crónicas y artículos, fue de tragedia anunciada. 

Con el autor muerto, no habrá juicio oral que ordene los hechos en una sala. Quedarán los informes forenses, las diligencias y la memoria de dos mujeres invisibilizadas en los primeros titulares. Sus nombres —que la mayor parte de medios decidió no explotar— importan más que los títulos del agresor. Ellas son el centro, aunque la historia llevara estampado un escudo nobiliario. 


El caso de Fernando González de Castejón dejó una conclusión que late más allá del suceso: la violencia no entiende de apellidos, rangos ni heráldica. Ocurre donde hay poder y desigualdad, y se agrava cuando el entorno concede impunidad social al agresor. Madrid aprendió esa lección una tarde de junio, en un piso con vistas a Serrano, cuando dos disparos y un tercero desnudaron para siempre la máscara de un conde. 

Publicar un comentario

2 Comentarios

  1. Creo que era muy amigo de el Conde de Villamediana, Pedro del Alcázar Narváez

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. " Pedro Alcázar Narváez" era el asesino?

      Eliminar