El 12/14 de octubre (los medios recogen ambas fechas) un paseante alertó de un cuerpo junto a la ribera del Guadalquivir, en la zona del Arenal: era Soledad. Estaba en avanzado estado de descomposición. La primera autopsia habló, dentro del desconcierto, de “muerte no violenta”; una segunda evaluación la consideró víctima de una agresión brutal. Años después, esa contradicción seguiría siendo una espina en el sumario.
Desde el inicio apareció una pieza clave: testigos y familiares situaban a Soledad subiéndose a un Volkswagen Golf GTI de color rojo para “acercarla” al trabajo. La hipótesis del “coche rojo” —visible en varias reconstrucciones— se convirtió en la columna vertebral del relato policial. Encontrar al conductor era encontrar la verdad. Nunca se logró amarrar esa prueba.
Hubo un imputado dos décadas después: un joven del entorno de la víctima al que la familia señaló siempre. Reconoció haber conocido a Soledad, negó toda implicación y, pese a diligencias tardías —exhumación, nuevas testificales—, el procedimiento naufragó. En 2014 la Audiencia archivó por falta de indicios sólidos. El tiempo, otra vez, jugó a favor del silencio.
En 2018, cuando parecía que ya no quedaba nada por mirar, llegó un hilo de esperanza: la Sección Tercera de la Audiencia ordenó reabrir para analizar ADN en dos piezas de la propia Soledad —un jersey gris y un mechero rojo—, una de ellas extraviada durante años. La reapertura encendió velas y titulares; las pruebas, sin embargo, no han aportado la certeza que faltaba.
El caso Donoso es también la crónica de una investigación que tropezó al principio: la lectura forense ambigua, la pérdida/recuperación tardía de efectos personales y la ausencia de una cadena probatoria incontestable. Cada aniversario devuelve la misma pregunta: ¿cuánto habría cambiado el desenlace con una escena del hallazgo mejor preservada y una estrategia de ADN como la de hoy?
Quienes conocían a Soledad la describen como trabajadora y cariñosa; había dejado el instituto para ganar su sueldo en la pizzería. A las 17:45 salió de casa con lo puesto de diario. A las 18:00 debía estar amasando masa. A las 19:30 llamaron a su familia desde el local: “No ha llegado”. A las 20:00, Córdoba entera ya era un mapa de búsqueda.
Treinta años largos después, los hitos del expediente caben en una línea quebrada: desaparición en trayecto corto; hallazgo en el Arenal; “coche rojo” sin dueño judicial; un sospechoso que nunca fue a juicio; archivos y reaperturas; y una familia que no afloja. “No existe el crimen perfecto, existe la mala investigación”, repiten en cada acto de memoria.
Para la ciudad, Soledad es una cicatriz que enseña: la importancia de preservar escenas, de no cerrar puertas periciales, de comunicar bien las contradicciones forenses y de sostener, con recursos, las causas largas. Para su madre y sus hermanos, Soledad es, sobre todo, una promesa: que algún día sabrán quién la subió a aquel coche.
Hay casos que se apagan en los papeles; el de Soledad Donoso sigue encendido en las velas del Arenal. Tenía 18 años. Salió a trabajar. Córdoba la esperó 14 días. Y todavía hoy, cuando pasa un Golf rojo por la ribera, alguien mira dos veces… por si, entre el ruido del río, la verdad decide por fin hablar.
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