Jonestown: 918 personas en Guyana y Jim Jones

 


Guyana, 18 de noviembre de 1978. En mitad de la selva, un altavoz crepita con una voz mansa que llama “hijos” a quienes la escuchan. Es Jim Jones, el “Padre” del Templo del Pueblo. Pide calma, promete un tránsito dulce “a otro plano”. Minutos después, el claro se llenará de cuerpos: mujeres, hombres y más de trescientos niños alineados en el suelo. El paraíso prometido acaba de revelar su verdadero nombre.

Mucho antes hubo un sueño. Jones, predicador carismático que mezcló cristianismo social con retórica revolucionaria, creció en Indiana y triunfó en California con un mensaje de integración racial y justicia para los marginados. En 1977 mudó a centenares a un proyecto agrícola en Guyana: Jonestown. Huertos, aulas, cantos comunitarios, fotos de sonrisas al sol. La utopía, en papel, parecía sólida.

Sobre la tierra, era otra cosa. Pasaportes requisados, cartas censuradas, altavoces con discursos 24/7, turnos extenuantes y “noches blancas” para ensayar el fin del mundo. Quien dudaba era exhibido y castigado. Jones, enfermo y dopado, hablaba de conspiraciones y de un enemigo exterior omnipresente. La comunidad se convirtió en cerco: nadie entraba sin permiso, nadie salía sin pagar un precio.


Las grietas se hicieron visibles cuando llegaron denuncias a Estados Unidos. El congresista Leo Ryan voló a Guyana con periodistas y familiares. Paseos guiados, respuestas ensayadas, sonrisas tensas. Hasta que manos temblorosas deslizaron notas a los visitantes: “Ayúdeme a salir”. El plan de retorno se armó a toda prisa para el día siguiente, con la certeza de que cada minuto añadía riesgo.

El miedo tenía buena puntería. En el aeródromo de Port Kaituma, hombres armados del Templo emboscaron a la comitiva. Cayeron el congresista Ryan, periodistas y un desertor; varios más quedaron acribillados y fingieron estar muertos para sobrevivir. El eco de los disparos cruzó la selva y devolvió a Jonestown un silencio de antesala.

Entonces Jones reunió a su gente. Habló de una “revolución suicida”, de aviones enemigos en camino, de no entregar a los niños “a ese mundo”. Ordenó preparar cubas con bebida sabor uva mezclada con cianuro y sedantes. Primero los pequeños —suministrado con jeringas sin aguja—, luego los adultos, algunos por convicción, otros a la fuerza, con guardias cerrando el perímetro. El altavoz siguió hablando mientras el claro se apagaba.



Al amanecer, la cifra era insoportable: 918 muertos entre Jonestown, el aeródromo y la casa del Templo en Georgetown; más de 300 eran niños. Jim Jones yacía con un disparo en la cabeza, probablemente autoinfligido. Un puñado huyó a la selva y vivió para contarlo. Las fotografías que recorrieron el mundo parecían imposibles: camisetas de colores en un mosaico inmóvil bajo el sol.

El lenguaje también dejó cadáveres. Desde entonces, “beber el Kool-Aid” se usa como metáfora de obediencia ciega, aunque los barriles contenían Flavor Aid sabor uva envenenado. En California, los nombres de las víctimas están grabados en mármol; no son una anécdota macabra, sino un directorio de vidas arrancadas por la mezcla perfecta de hambre, miedo y esperanza traicionada.

Jonestown no fue magia negra ni locura súbita. Fue ingeniería del sometimiento: aislamiento geográfico, privación de sueño, ensayos de obediencia, control de la información, carisma convertido en dogma. Se empieza prometiendo el cielo; se sigue pidiendo pequeñas renuncias; se termina borrando la voluntad. Cuando los fieles miran alrededor, ya no queda salida que no pase por el “Padre”.



Queda la pregunta que no se deja dormir: ¿qué hace que alguien entregue su vida —y la de sus hijos— a una voz con altavoz? ¿Cuántas utopías mal paridas esconden su antesala del infierno bajo palabras como comunidad, familia, salvación? Porque lo más aterrador no es la selva ni el veneno… es descubrir que el precipicio se construyó, ladrillo a ladrillo, con confianza. Y que nos enseñaron a saltar sonriendo.

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