La mujer que habló… y fue silenciada — El caso de Ana Orantes

Granada, diciembre de 1997. Ana Orantes Ruiz tenía 60 años, ocho hijos, las manos curtidas y una serenidad que rompía más que cualquier grito. Cuarenta años de golpes, amenazas y humillaciones con nombre y apellidos —José Parejo Avilés— la habían llevado a una conclusión amarga: si contarlo en comisarías y juzgados no la había protegido, lo contaría ante todo un país. El 4 de diciembre se sentó en el plató de De tarde en tarde (Canal Sur) y habló durante veinte minutos que ya son historia. Relató el ciclo completo de la violencia: aislamiento, control, palizas, amenazas de muerte, y una separación que, por decisión judicial, la obligaba a seguir compartiendo vivienda con su agresor (ella arriba, él abajo) en Cúllar Vega. “He ido mil veces a denunciar”, dijo. España contuvo la respiración.

Aquella entrevista no fue un desahogo; fue una radiografía. Ana explicó cómo el miedo se vuelve rutina, cómo el cuerpo aprende a encogerse y cómo la vergüenza ajena te obliga a callar. Contó que la policía había acudido “demasiadas veces” y que, aun separada legalmente, el sistema había normalizado su convivencia forzada con el maltratador. En su voz había temblor, sí, pero también una contundencia inédita en la televisión española de los noventa. Por primera vez, la violencia de género entraba en los salones con nombre propio y tiempo de antena.

Trece días más tarde, el 17 de diciembre de 1997, la amenaza latente se convirtió en crimen. En el patio de esa misma casa, José Parejo la golpeó, la roció con gasolina y le prendió fuego. Los vecinos oyeron los gritos. Era por la tarde. Allí donde jugaban los nietos, ardió el lugar que debía ser refugio. Ana murió poco después, y con ella se rompió algo en la conciencia colectiva: ya no era posible mirar hacia otro lado.


La investigación fue rápida: detención, confesión, reconstrucción. El relato judicial dibujó el patrón conocido —escalada de violencia, control, amenazas— y una chispa final encendida por el rencor y el sentimiento de propiedad. En el juicio, Parejo fue condenado a más de 17 años de prisión por asesinato (con pena accesoria por amenazas previas). Cumplió condena y falleció en prisión años después. La sentencia llegaba tarde para Ana, pero fijó en papel lo que su voz ya había dejado claro: no era “un asunto de pareja”, era un crimen machista.

El efecto social fue sísmico. En los días posteriores al asesinato, se multiplicaron las llamadas a líneas de ayuda, las comparecencias políticas y los editoriales que, por fin, pronunciaban las palabras correctas: violencia de género. España empezó a revisarse a sí misma: protocolo policial, medidas cautelares, órdenes de alejamiento, casas de acogida, formación de jueces y sanitarios. Hubo cambios normativos inmediatos a finales de los 90 y principios de los 2000, y el impulso desembocó en la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, pionera en Europa.

Pero la ley, por sí sola, no cura. La historia de Ana mostró los huecos del sistema: denuncias que se archivan, separaciones que no separan, convivencias ordenadas por falta de alternativas, y la trampa del “¿por qué no se va?”, cuando irse no siempre es posible ni seguro. Su caso enseñó algo tan básico como olvidado: la protección debe llegar antes del titular.

Su familia convirtió el duelo en memoria activa. En colegios y jornadas, su nombre dejó de ser solo el de una víctima para ser el de una referencia. Cada 17 de diciembre, en Cúllar Vega, hay flores, hay silencio y hay rabia serena. En Canal Sur, aquella entrevista se revisita como documento fundacional: el día en que la televisión pública escuchó sin morbo y el país entendió que el maltratador también mira la pantalla.

No es casual que, desde entonces, el periodismo serio evite la palabra “crimen pasional”, que la administración publique estadísticas y que existan juzgados y fiscalías especializadas. Tampoco es casual que aún falte camino: la protección efectiva en zonas rurales, la respuesta rápida cuando hay menores, la evaluación del riesgo sin prejuicios, la financiación estable de recursos y el acompañamiento psicológico a largo plazo. El legado de Ana no es una estatua: es una exigencia.

A veces se dice que “Ana cambió la historia”. Es más preciso decir que nos cambió a nosotros: nos obligó a ver, a nombrar y a actuar. No eligió ser símbolo; eligió hablar para vivir. El monstruo la escuchó. Nosotros también. La diferencia es que, a partir de entonces, millones decidimos no callarnos.


 “Ana habló. Lo contó todo. Y el monstruo que tenía al lado… la escuchó también.”



Su voz sigue ahí, en bucle, cada vez que una mujer marca el 016, cada vez que un juez dicta una orden de protección, cada vez que un vecino llama porque oye lo que no debe oírse. Ana Orantes no solo fue silenciada; nos dejó la obligación de hacer ruido.

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