A las 22:30 h, su padre y una tía salieron al supermercado e invitaron a Enzo a acompañarlos. Él prefirió quedarse: “me doy una ducha y descanso”. Media hora, una hora, lo que dura una vuelta breve por el barrio. Cuando regresaron, encontraron la puerta trasera entornada y el portón lateral sin traba. Enzo no estaba. La cédula, el dinero, las zapatillas y la guitarra seguían en su lugar. También la toalla sin uso. Como si hubiese cruzado el umbral para un gesto mínimo… y la noche lo hubiese borrado.
La primera búsqueda fue doméstica: llamadas a amigos, recorrida a pie por las cuadras de siempre, preguntas en el almacén de la esquina. Nadie lo había visto. No había pelea, noviazgo conflictivo ni deuda que explicara un arrebato. Al amanecer, la familia denunció su ausencia. La seccional tomó el parte como “averiguación de paradero”. Era mayor de edad; esa etiqueta —dura como un sello— condicionó recursos y tiempos.
Enzo cursaba ese tramo impreciso entre la adolescencia y la adultez, con una vida social activa y rutinas simples. Meses antes había recibido un diagnóstico de surmenage (síndrome de fatiga crónica): agotamiento persistente, a veces niebla mental. Estaba en tratamiento. Su entorno sostiene que no hubo señales de ideación autolesiva ni planes de irse. La cama hecha, la ropa sin cambiar y los objetos esenciales en casa reforzaban una idea amarga: se fue “por un minuto”.
La policía recorrió hospitales y guardias nocturnas, consultó ingresos sin identificación y pidió verificaciones a Prefectura por si hubiera ocurrido un accidente en las orillas cercanas. No hubo coincidencias. Tampoco cajeros, pasajes, ni movimientos de telecomunicaciones asociados a su línea tras las 22:30. Las primeras 48 horas —cruciales en cualquier desaparición— se consumieron en negativas: “no lo vimos”, “no ingresó”, “no figura”.
Con los días llegaron los volantes y las entrevistas, el rostro de Enzo pegado en columnas y vidrieras: 1,75 aprox., contextura atlética, cabello corto castaño oscuro, ojos oscuros, sonrisa fácil. Las descripciones flotan como un retrato en presente para alguien que ya no está en el calendario. También llegaron los llamados inciertos: “me parece que lo vi en…”, “un chico parecido en…”. Nada cristalizó en pista. Nada movió el expediente de ese territorio árido entre el rumor y la prueba.
La familia empujó cada puerta posible: fiscalía, seccional, registros de morgue, ONGs de búsqueda. Pidieron revisar cámaras de comercios cercanos —pocas y de baja calidad en 2000— y volver a rastrillar tramos del Prado. Cada aniversario, una pregunta repetida: ¿por qué estaba abierta la puerta lateral?, ¿salió por voluntad propia o respondió a un llamado?, ¿un encuentro a dos cuadras que se torció? La escena sugiere un “salgo y vuelvo”, no una partida.
Con el tiempo aparecieron hipótesis que cruzan fronteras. Algunas versiones lo ubicaron fuera del país —Paraguay, Brasil, incluso Estados Unidos— sin soporte documental ni ingreso por pasos formales. La ausencia de huellas bancarias y migratorias las mantiene en el terreno de la especulación. En Uruguay, Enzo continúa en el registro de Personas Ausentes; el expediente sigue abierto, resistente al polvo, con actuaciones periódicas y el mismo vacío central.
Veinticuatro años después, lo más sólido es lo que falta. No hay escena de crimen, ni despedida, ni pelea; no hay un último testigo confiable, ni un objeto extraviado que fije una dirección. Hay, en cambio, un barrio que todavía mira de reojo a la vereda por donde un joven de buzo y championes pudo haber caminado esa noche, y una familia que aprendió a vivir con una silla en pausa.
Enzo tenía 18 años. Una guitarra, una pelota y una promesa de “vuelvo enseguida” que nunca se cumplió. Si estuviste en el Prado aquella noche del 25 de marzo de 2000, si recordás una escena anómala, un auto detenido, una conversación en la vereda, un detalle que entonces no te dijo nada, ahora puede decirlo todo. En desapariciones así, la verdad suele esconderse en una memoria que todavía no sabe que la tiene.
“Salió a ducharse, tal vez a dar dos pasos a la noche… y el reloj se quedó quieto. Si sabés algo, por pequeño que parezca, hablalo: el silencio también es una forma de perderlo otra vez.”
0 Comentarios