Mónica Borrás: desaparición, jardín y sentencia en Terrassa (2018–2022) — cronología de un feminicidio

Terrassa (Barcelona), 3 de agosto de 2018. Verano espeso, rutina de viernes y un trayecto corto que nunca se completa. Mónica Borrás Fernández, 49 años, sale de casa rumbo al trabajo; en la vivienda quedan su móvil, la cartera y las llaves. A media mañana, el reloj marca una ausencia que ya no volverá a ser puntualidad: Mónica no llega, no responde, no aparece.

La denuncia activa el engranaje de las búsquedas y el rumor inevitable de la “marcha voluntaria”. Pero los detalles rompen el guion: ninguna transacción, ninguna llamada, ningún desplazamiento registrado. La línea de vida se corta dentro de su propio domicilio, como si alguien hubiese bajado el interruptor y cerrado la puerta por fuera.

Desde el primer momento, la mirada se posa en su expareja, Óscar S., con quien aún compartía la casa. Él sostiene que discutieron y que Mónica “necesitaba tiempo”; repite el estribillo con frialdad mecánica mientras evita batidas y rehúye preguntas. La contradicción late en cada respuesta: quien dice quererla no la busca.


Terrassa se convierte en mapa de espera: torrentes, taludes, urbanizaciones, rieras y vertederos peinados por Mossos, voluntariado y perros de rastreo. Nada. La ciudad aprende a leer entre líneas de la instrucción: temporalidades que no encajan, silencios que pesan, un domicilio que no deja de ser el kilómetro cero.

Seis meses después, el 21 de febrero de 2019, una orden judicial devuelve a los agentes al punto de partida. En el jardín de la casa, bajo menos de un metro de tierra, envuelta en plásticos, aparece Mónica. Allí estuvo siempre, al alcance de la vista y de la negación. El hallazgo convierte la sospecha en horror concreto.

La autopsia dibuja lo que la tierra intentó ocultar: múltiples fracturas compatibles con una agresión brutal y signos de estrangulamiento. No hay accidente que soporte esa secuencia; hay violencia sostenida, control y una ocultación deliberada del cuerpo para borrar tiempo, rastro y memoria.


El sumario reconstruye meses previos de control y celos: mensajes, vigilancia, dinámicas de dominación que suelen quedar fuera de plano hasta que ya es tarde. El domicilio, escenario de la vida compartida, se revela como perímetro del crimen; el jardín, como una coartada enterrada a paletadas.

El juicio llega con la contundencia de las pruebas. Óscar intenta reescribir la escena como “pelea que se desborda”, pero la pericial, la cronología y la ocultación pesan más que su relato. En 2022, la Audiencia lo condena a 20 años de prisión por asesinato y por ocultación del cadáver, subrayando su perfil controlador y manipulador.

La familia de Mónica transforma el duelo en presencia. Actos, placas, minutos de silencio y un nombre que no se deja archivar. Reclaman prevención, protocolos que actúen antes del golpe final y una evidencia que no admite matices: lo que se llama amor no aprieta, no vigila, no silencia, no entierra.


Porque Terrassa buscó a Mónica por barrancos y polígonos mientras ella estaba bajo el césped del patio; porque la última mentira fue, literalmente, una capa de tierra; y porque la memoria florece donde intentaron sepultarla. El amor no mata: mata el miedo disfrazado de cariño, la posesión vestida de costumbre y el silencio que deja crecer la raíz del horror.

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