Virginia Acebes: la noche en que Bilbao dejó de ser segura

La madrugada del 21 de noviembre de 1999, Virginia Acebes, 19 años, se despidió de sus amigas en el Casco Viejo de Bilbao, junto a la boca del metro de Unamuno. Quedaban minutos para el siguiente tren y decidió volver andando los diez que la separaban de casa. En ese trayecto corto y conocido, un coche rojo se cruzó en su camino y un hombre se ofreció a acompañarla. Nunca llegó. 

Durante cuarenta y ocho horas, su familia y la Ertzaintza peinaron la ciudad. El lunes, dos vecinas hallaron su cuerpo en el monte Artxanda. Había sido agredida sexualmente y apuñalada hasta la muerte. Fue un hallazgo que dejó a Bilbao sin aliento y convirtió un sendero habitual en escena del horror. 

La autopsia reveló la ferocidad del crimen: más de 50 puñaladas. Los investigadores reconstruyeron la última ruta de Virginia y empezaron a encajar piezas que, meses después, apuntarían a un nombre. La brutalidad no dejaba dudas: se trataba de un asesino decidido a borrar cualquier posibilidad de supervivencia.


El 14 de noviembre de 2000, casi un año después, la policía detuvo a Luis Gabriel Muñoz, de 25 años. No cayó por una confesión, sino por ciencia: en el cuerpo de Virginia aparecieron pelos de “Punky”, el caniche que viajaba en el coche del agresor. Aquel detalle microscópico se convirtió en la prueba que rompió su coartada. 

La investigación acreditó además que, siete meses después del asesinato de Virginia, el mismo hombre intentó atacar a otra mujer en Bilbao y no lo logró. Ese segundo hecho, unido al rastro forense y a los movimientos del sospechoso, cerró el cerco y consolidó la autoría.

El relato de la noche quedó fijado: interceptación en el centro de la ciudad, traslado forzado, agresión y asesinato en Artxanda. La violencia, extrema; el miedo, contagioso. De pronto, una caminata de diez minutos se convirtió en una advertencia que todavía hoy resuena entre quienes vuelven solos a casa. 


En el juicio, la Audiencia escuchó peritos, analizó el material biológico y las rutas del vehículo. La secuencia probatoria unió la escena urbana con el paraje del monte, y el perfil del acusado con su intento posterior. Las dudas, si las hubo, se disolvieron en el expediente.

El veredicto llegó con la contundencia que pedía la calle: 30 años de prisión por el asesinato de Virginia y 3 años más por el intento de violación de la segunda víctima. Para la familia, la condena no devolvía nada, pero al menos ponía nombre y pena a la oscuridad que se llevó a su hija. 

Años después, el hermano de Virginia lo resumió con una verdad incómoda: “Sigue el miedo a salir sola por la noche”. Lo dijo en una entrevista que recorrió Euskadi y recordó que, más allá de un sumario cerrado, permanece el eco de una ciudad que aprendió a mirar sobre el hombro. 


Virginia tenía 19 años, una casa a diez minutos, y una confianza elemental en su ciudad. Salió del metro y se perdió entre sombras. Su nombre quedó como memoria y aviso: la inocencia de un trayecto corto no existe cuando el mal decide interponerse en mitad de la acera.

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