La investigación de la Ertzaintza se centró desde el principio en el entorno inmediato, y muy pronto en su expareja, Mikel H. Belausteguigoitia. Los agentes detectaron en él algo que los manuales de criminalística repiten: desconexión emocional ante la desaparición y una prisa inusual por borrar rastros. Al día siguiente de la cita, lavó a fondo el coche “por dentro”, detalle que sorprendió a los investigadores. Las antenas también se encendieron con el tráfico telefónico: aquella noche, entre ambos se cruzaron 22 mensajes en apenas tres horas. Cuando le pidieron mostrar su contenido, alegó que “los borraba cada día”.
El hallazgo del cadáver en una zona boscosa de Bakio cambió el tono de las diligencias. Detenido ya el sospechoso, la policía relató en juicio que Mikel, “sollozando”, ofreció una declaración con detalles sobre la agresión y el encuentro sexual cuando todavía no se había realizado la autopsia; un nivel de precisión incompatible con la ignorancia de los hechos. La pericial describió “un fuerte impacto en el mentón”, lesiones inciso-punzantes en el tórax y un corte en el cuello. La escena no dejaba lugar a dudas: violencia sexual y homicida.
En la vista, la defensa trató de deslegitimar esa autoinculpación insinuando presiones policiales. La respuesta fue unánime: una veintena de ertzainas negó coacciones y sostuvo que el trato fue “exquisito” y que el acusado admitió la agresión tras encontrarse el cuerpo. La causa, además, se apuntaló con piezas técnicas (registros telefónicos, cámaras y compras que casaban con los nudos y cordajes encontrados). El rastro material y la conducta posterior a los hechos pesaron más que los cambios de versión.
En 2007, la Audiencia Provincial de Bizkaia condenó a Mikel H. Belausteguigoitia a 32 años y medio de prisión: 18 años por asesinato y 14 por agresión sexual (pena mixta que reflejaba la concurrencia de ambas conductas). La resolución elevó a sentencia lo que el sumario ya había dibujado: una cita urdida como emboscada, un entorno rural elegido para la impunidad y un intento de borrado de pruebas que no resistió el cruce de indicios.
Con el tiempo, el caso Aintzane se integró en el mapa negro de crímenes contra las mujeres en Euskadi y ha sido recordado en programas y crónicas de memoria criminal —no por morbo, sino para fijar el aprendizaje: el peligro, tantas veces, no llega del desconocido que acecha en la esquina, sino del vínculo que no acepta el final.
La familia, desde entonces, repite una verdad incómoda: “matar a una mujer sigue saliendo demasiado barato”. Aunque la pena impuesta fue alta, ningún número compensa una ausencia. El bosque guarda menos secretos cuando se investiga con rigor, pero no devuelve lo perdido.
Aintzane salió a una cita con quien decía quererla. El silencio la encontró antes que nosotros. Y su nombre permanece como advertencia y memoria: lo cotidiano también puede ser una trampa, y el fin de una relación no es nunca un permiso.
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