La última pista firme ubica a Cristina cerca de la calle Miranda alrededor de las 22:30, tras encontrarse con Javier R. (26 años entonces), el novio con quien había roto o iba a romper esa misma noche. Él declaró que la acompañó un trecho y que se despidieron, versión que nunca pudo ser corroborada por testigos o cámaras. La hipótesis relacional —un crimen machista sin escena— ha sido la línea que más ha pesado, aunque no hubo cargos formales contra él por falta de pruebas.
La denuncia se activó ese mismo día, pero los protocolos de la época y la inercia de considerar “retrasos adolescentes” demoraron las primeras diligencias. A partir de ahí, la investigación inicial de Policía Nacional —y posteriormente de Mossos d’Esquadra— peinó descampados, cauces y alcantarillado cercano al domicilio del sospechoso, incluyendo tramos que conectaban con su patio al ser un bajo. El rastreo sumó kilómetros… sin rastro de Cristina.
Hubo falsas pistas que drenaron tiempo y recursos. En julio de 1997, una llamada que el padre identificó como la voz de Cristina llevó a la policía hasta Manresa; resultó ser una limpiadora que se hizo pasar por la chica. Meses después llegó una carta anónima: aseguraba que el cuerpo estaba en contenedores de Cornellà y empujó a excavar el vertedero del Garraf. Encontraron bolsas de la semana crítica enterradas a más de 30 metros, inaccesibles con seguridad; la búsqueda se suspendió.
El caso se archivó provisionalmente en 1998 y se reabrió en varias ocasiones al compás de presiones sociales y avances técnicos. En 2002 la investigación pasó a Mossos, que revisaron ADN potencial y anónimos; en 2008, un juez de Cornellà volvió a autorizar diligencias, de nuevo sin hallazgos decisivos. Cada reapertura confirmó lo esencial: ni un rastro biológico, ni objeto personal, ni escena cerrada.
Mientras, la familia convirtió su dolor en activismo. Juan Bergua y Luisa Vera empapelaron la comarca, fundaron la asociación Inter-SOS para apoyar a otras familias y fueron clave en la modernización de criterios sobre denuncias inmediatas y atención a desaparecidos. Dos décadas después, seguían reclamando foco institucional y mediático para que la historia de Cristina no se diluyera en la estadística.
La prensa ha recordado regularmente el caso: perfiles, cronologías y aniversarios que subrayan la ausencia de prueba positiva y la centralidad del exnovio como último contacto vivo, sin que eso cristalizara en acusación. En 2024, reportajes en La Vanguardia y ElCaso resumieron 27 años de anónimos, falsos avistamientos y líneas agotadas, con una conclusión repetida: nada desmiente de forma forense la hipótesis de homicidio, pero nada la prueba.
A nivel técnico, el expediente enseña la fragilidad de las primeras 48 horas en desaparecidos sin escenario de crimen: demoras en la denuncia, ausencia de CCTV útil, pérdida de soportes y una década de los 90 sin el ecosistema actual de telefonía y datos. Cuando la evidencia material no aparece al principio, la investigación queda condenada a indicios y a relecturas periódicas con tecnología más fina que, aquí, no encontró anclajes.
La memoria pública de Cristina ha sido sostenida por sus padres y por fundaciones de desaparecidos. Entrevistas y actos cívicos mantuvieron vivo el nombre y la foto; el dormitorio intacto y los carteles envejecidos son ya símbolos de un país que aprendió a no esperar 24 horas para denunciar. La pregunta de su padre —“¿Dónde está Cristina?”— siguió sonando en radios y plazas 27 años después.
Hoy, el caso sigue abierto como desaparición; para su entorno, es una desaparición forzada: alguien hizo que Cristina dejara de estar. Ni cuerpo, ni confesión, ni ADN. Un paseo corto, una esquina, un “vuelvo enseguida” que nunca llegó. Y una lección áspera para la investigación criminal: cuando el tiempo se come la escena, la verdad también necesita ser excavada a 30 metros de profundidad.
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