El enigma de Roberto Plou López: el coche junto a la ermita y un joven que nunca volvió


Móra d’Ebre (Tarragona) — 29 de agosto de 1998. Fin de verano, noches largas en la Ribera d’Ebre. Roberto Plou López, unos 20 años, sale de casa con su Ford Escort para hacer una gestión rápida y ver a unos amigos. Es un trayecto corto, conocido. Les dice a sus padres que no tardará. Desde ese momento, nadie vuelve a verlo.

Roberto trabaja en el negocio familiar, lleva una vida tranquila, sin conflictos aparentes. Lo describen como un chico afable, aficionado a las motos y a la música. Mide alrededor de 1,70, complexión normal, pelo moreno liso, ojos castaños, usa gafas; tiene una cicatriz en los nudillos de la mano derecha y un tatuaje de dragón en la paletilla derecha, señales que su familia repite una y otra vez para que nadie olvide su rostro.

Aquella tarde-noche, Roberto sale con su coche sin nada extraño a la vista. Más tarde se sabrá que reposta gasolina en una estación de servicio de Castellón; el movimiento queda registrado en su tarjeta. Es la última operación bancaria que deja rastro. Después, ningún cargo más, ningún reintegro, ninguna señal de vida financiera.


Diez días después de su desaparición, llega el hallazgo que congela a la familia: su Ford Escort aparece aparcado junto a una ermita, en buen estado, cerrado con llave. Un lugar apartado, ligado a la devoción y a las excursiones de fin de semana, se convierte de pronto en escenario de incógnitas. No hay signos evidentes de robo ni de accidente. El coche está ahí… pero Roberto no.

En aquellos primeros días, la experiencia juega en contra. Según ha explicado su madre, la Guardia Civil permite a la familia abrir el vehículo antes de que los especialistas tomen huellas dactilares o analicen el interior. Una oportunidad perdida para saber quién lo condujo hasta la ermita, si alguien acompañaba a Roberto, si otra presencia compartió aquel último trayecto.

A partir de ahí, se activan las batidas: riberas del Ebro, caminos rurales, masías cercanas. Se revisan pozas, márgenes de carretera, zonas de monte. Móra d’Ebre y la comarca se vuelcan, pero el terreno no devuelve ni una prenda, ni un documento, ni un indicio sólido. El coche se convierte en un punto fijo en el mapa… y al mismo tiempo en un muro.


El expediente acaba archivado en el juzgado de Gandesa al no encontrarse indicios claros de violencia; sobre el papel, la desaparición “podría ser voluntaria”. Para la familia, esa posibilidad resulta casi imposible de encajar: Roberto tenía trabajo, amistades, proyectos, ninguna señal previa de fuga planeada. Que la ley no vea delito no significa que el misterio duela menos.

Con el paso de los años llegan las falsas esperanzas. Llamadas desde Móstoles, Segovia, Palma, Valencia: alguien cree haber visto a un joven parecido en una estación, en una calle, en un local. Sus padres viajan, preguntan, comprueban. Siempre la misma respuesta: no es él. Llegan incluso a consultar a videntes, hasta que el desencanto los devuelve a la realidad más dura: “Si funcionara la videncia, las comisarías tendrían videntes en plantilla”, insiste el padre.

Hoy, el nombre de Roberto Plou López figura en varias bases de datos de personas desaparecidas. Las fichas repiten los mismos datos: 1,70 m de estatura, complexión normal, pantalón vaquero y jersey negro el día que se le vio por última vez, gafas, cicatriz en los nudillos, tatuaje de dragón en la espalda. Un retrato que viaja por carteles, webs y redes como un recordatorio de que sigue faltando alguien.


Su caso ha sido incluso citado en listados internacionales de desapariciones misteriosas de excursionistas en Europa, donde se menciona la zona de Font de la Figuera (Valencia). Sin embargo, los registros oficiales españoles sitúan siempre el origen del enigma en Móra d’Ebre y la ermita cercana donde se halló el coche: ningún documento serio ha demostrado que se alejara más allá de ese radio conocido.

Más de dos décadas después, la herida sigue abierta. El expediente judicial continúa archivado, pero para los suyos el caso jamás se ha cerrado. Cada nuevo aniversario, su madre y su padre repiten la misma idea: que alguien, en algún momento, tuvo que verlo, que ningún chico se evapora sin que una mirada, una matrícula, un recuerdo escondido lo delate.

La imagen del Ford Escort junto a la ermita se ha convertido en una especie de fotografía fija del vacío: un coche lleno y vacío a la vez, detenido en el tiempo, con el eco de una puerta que se cerró sin testigos. Un santuario al que algunos acuden a rezar… y otros a preguntarse qué pasó aquella noche de agosto de 1998.


El caso de Roberto Plou López es la pesadilla de cualquier familia: un hijo que sale en coche para una vuelta rápida y nunca regresa, una llave que gira por última vez en un contacto, un motor que se apaga junto a una ermita y, desde entonces, solo preguntas. Porque a veces, el monstruo no es una figura concreta, sino ese silencio que se instala cuando nadie puede explicar por qué alguien desaparece sin dejar rastro.

Publicar un comentario

0 Comentarios