Sara Morales Hernández tenía 14 años cuando, la tarde del 30 de julio de 2006, salió de su casa en el barrio de Escaleritas, en Las Palmas de Gran Canaria, rumbo al Centro Comercial La Ballena. Era un trayecto corto, de apenas kilómetro y medio, unos 20 minutos a pie. Nunca llegó. Desde entonces, su nombre está ligado a una de las desapariciones más inquietantes y dolorosas de Canarias.
Sara era una adolescente tímida, cariñosa, muy unida a su familia. Vivía con sus padres y su hermano en la calle Ingeniero Ramírez Doreste, en una casa humilde de Escaleritas. Aquel domingo de verano, sobre las 16:15 h, salió vestida con una camiseta amarilla de tirantes, una falda vaquera corta, unas bambas plateadas y sus gafas, inseparables. Llevaba solo las llaves de casa, algo de dinero y el móvil. Ni DNI, ni mochila, ni nada que indicara un plan de fuga.
En La Ballena la esperaba un amigo de su edad, un chico que le gustaba. La cita era a las 17:00 h. Él empezó a llamarla cuando vio que se pasaba la hora. Al principio, el teléfono daba tono… pero ella no contestaba. Luego saltó directamente al buzón de voz. A las 17:30 h, preocupado, llamó a casa de Sara para avisar: ella no había llegado al centro comercial. Ese fue el minuto exacto en que la vida de su familia se rompió.
Sus padres salieron a buscarla por el camino habitual, preguntaron a vecinos, amigos, conocidos. Nadie la había visto. Aquella misma tarde y noche empezaron a moverse, pero los protocolos de 2006 no eran los de hoy: la Policía Nacional tardó en activar una búsqueda a gran escala, en un tiempo en que aún se hablaba de “esperar 24/48 horas” para considerar una desaparición preocupante. Pese a ello, muy pronto el caso pasó a manos del SAF (Servicio de Atención a la Familia) y del Grupo de Homicidios, conscientes de que no era una simple “escapada adolescente”.
En los días siguientes, Las Palmas de Gran Canaria se empapeló con su rostro. Medios locales y nacionales se hicieron eco de la desaparición de la niña de Escaleritas. Se organizaron batidas por barrancos, solares, descampados, carreteras de acceso al centro comercial, paradas de guagua. Su familia insistía en lo mismo: si se retrasaba, llamaba; nunca se había marchado de casa; no había conflicto previo. No cuadraba la idea de una marcha voluntaria.
La Policía revisó uno por uno a todos los delincuentes sexuales, pederastas, violadores fichados y homicidas de la isla. Se comprobó dónde estaban el 30 de julio de 2006. Ninguno de los agresores conocidos estaba libre y en la zona en el momento de la desaparición. Esa criba descartó la explicación “fácil”: el monstruo con nombre y antecedentes. Fuera quien fuese, no estaba en los archivos.
Con el paso de los meses, la investigación se hizo más dura y más silenciosa. Siguieron nuevas líneas: posibles retenciones, hipótesis de enterramiento clandestino, vehículos sospechosos. En abril de 2009, tres años después de su desaparición, la Policía reactivó de forma masiva la búsqueda del cuerpo de Sara en una finca de Jinámar, entre Las Palmas y Telde, con apoyo del Ejército de Tierra y maquinaria pesada. Excavan, rastrean, remueven toneladas de tierra. No hay rastro.
Paralelamente se emplearon técnicas más avanzadas: georradar en zonas de Arucas y Vecindario, análisis del subsuelo en distintos puntos que podían estar vinculados a testimonios, rutas o sospechas. De nuevo, ni un hueso, ni una prenda, ni un indicio físico que permitiera afirmar dónde terminó el camino de Sara aquel 30 de julio. El caso siguió oficialmente abierto, pero atrapado en un laberinto sin salida aparente.
Durante años se habló de posibles conexiones con otros depredadores, de la hipótesis de un coche que la hubiera abordado en plena calle, de un secuestro rápido y silencioso en un tramo sin cámaras ni testigos. Ninguna teoría ha podido demostrarse. La realidad, hoy, es demoledora: nadie ha sido detenido ni imputado por la desaparición de Sara Morales, y nadie ha podido explicar qué pasó en esos 20 minutos entre su portal y el centro comercial.
En el centro de todo, la figura de su madre, Nieves, se convirtió en símbolo de resistencia y dolor. Año tras año ha repetido el mismo mensaje: alguien sabe algo, alguien guarda la pieza que falta. Ha vivido una montaña rusa de esperanzas y decepciones, pero siempre regresa al mismo punto: su hija tiene derecho a ser encontrada, aunque sea para saber qué le hicieron.
El caso de Sara Morales marcó un antes y un después en Canarias. Junto al de Yéremi Vargas, es uno de los nombres que se repite cada vez que se habla de desaparecidos en las islas. Cambió la percepción social del peligro, impulsó debates sobre protocolos de búsqueda, visibilizó la figura del desaparecido “sin causa aparente” y dejó claro que el monstruo puede actuar a plena luz del día, en un trayecto cotidiano, en una capital llena de gente.
En 2024 se cumplieron 18 años sin Sara. La alerta sigue activa en SOS Desaparecidos y en otras asociaciones, que cada aniversario recuerdan su rostro, su edad y su último recorrido. La Policía Nacional insiste en que la investigación no está cerrada y que cualquier dato nuevo —por insignificante que parezca— puede servir para reactivar una línea dormida. Sara Morales sigue desaparecida, pero no olvidada.
La desaparición de Sara Morales es la pesadilla perfecta de cualquier familia: una tarde normal, una frase inocente —“voy al centro comercial, vuelvo en un rato”— y un vacío que ya dura casi dos décadas. No hubo gritos, ni cámaras, ni escenas espectaculares. Solo un tramo de acera, un cruce cualquiera y la sombra de alguien que, quizás, aún camina entre nosotros.
Si viviste en Las Palmas de Gran Canaria en 2006, si pasaste aquel verano por Escaleritas o por el camino hacia La Ballena, si recuerdas un coche parado donde no debía, una discusión, una escena extraña… y nunca lo contaste, todavía estás a tiempo. El caso de Sara Morales no es solo un expediente: es una familia esperando la verdad. Y a veces, una memoria que despierta es lo único que puede romper el silencio.
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