El domingo 7 de junio de 1987, en plena excursión escolar a los Lagos de Covadonga, un niño ovetense de 13 años, Germán Quintana Blanco, se desvaneció en la niebla de los Picos de Europa. Caminaba con sus compañeros hacia el mirador de Ordiales, en el macizo occidental, cuando el tiempo cambió de golpe y el grupo se lo dejó atrás. Desde entonces, casi cuatro décadas después, nadie ha vuelto a verlo.
Germán vivía con sus padres y su hermana Cristina frente al colegio Loyola, en Oviedo. Su padre, José Arturo, había regresado de la emigración en Argentina y regentaba con su esposa un pequeño restaurante, “la típica familia feliz” según recordaría la prensa años después. La excursión la organizaba la asociación de padres del colegio: un día de montaña, aire puro y fotos en uno de los parajes más espectaculares de Asturias. Para Germán era una aventura, no un riesgo.
Aquella mañana el grupo —formado por alumnos, familiares y acompañantes— salió rumbo a los Lagos y arrancó la ruta clásica desde la zona de Lago Enol hacia el refugio de Vegarredonda y el mirador de Ordiales, un balcón natural sobre el valle del río Angón a más de 1.700 metros de altitud. Era junio, un día aparentemente estable, y muchos iban con la tranquilidad de quien pasea por una montaña “de postal”. Nadie imaginaba lo que estaba a punto de pasar.
En algún punto entre Vegarredonda, el collado Gamonal y las praderías camino de Ordiales, Germán se fue quedando atrás. Algunos compañeros lo recordaron sentado sobre una roca, rezagado. El macizo occidental de Picos es terreno serio: lapiaz afilado, simas, niebla traicionera. De pronto, el viento se levantó, la galerna del Cantábrico entró también en la montaña y el día primaveral se volvió invernal: lluvia, nubes bajas, ráfagas violentas que cortaban la visibilidad a pocos metros.
El grupo continuó la marcha, divididos en subgrupos, convencidos de que el niño terminaría alcanzándolos o regresando al refugio. No fue hasta alrededor de las 14:30, ya de vuelta hacia la zona de los lagos, cuando al hacer el recuento alguien pronunció la frase que heló a todos: “Falta uno”. Faltaba Germán. En ese mismo momento, el temporal arreciaba. La primera búsqueda improvisada por monitores y padres chocó de bruces con la realidad de la alta montaña: niebla cerrada, lluvia, frío y un laberinto de roca que podía tragarse a cualquiera.
Esa misma tarde-noche se activó el dispositivo oficial. Guardia Civil, GREIM, Protección Civil, montañeros voluntarios y pastores de la zona comenzaron a peinar canchales, jous y senderos. El helicóptero de rescate del Principado de Asturias apenas pudo operar: las rachas de viento y las nubes bajas lo obligaron a retirarse. Se pensó que el niño podía haberse refugiado en alguna de las cabañas de pastores de la zona, pero ningún pastor declaró haberlo visto. La montaña, inmensa y mojada, se había vuelto enemiga.
Los días siguientes el operativo se multiplicó. Equipos llegados del País Vasco sumaron a la búsqueda una unidad canina muy especializada. Se rastrearon simas, canales, collados, dolinas, con la esperanza de encontrar una prenda, una huella, cualquier rastro. Nada. Cada hora que pasaba reducía las posibilidades de que Germán estuviese vivo, pero a nadie se le ocurría parar. El caso ya había saltado a la prensa nacional: el “niño de Oviedo” perdido en los Picos de Europa.
El 12 de junio de 1987, cinco días después de la desaparición, la tragedia se cobró más víctimas. Un helicóptero del Gobierno Vasco, que colaboraba en el dispositivo con adiestradores de perros de rescate, se estrelló cerca del pico Requexón, en las inmediaciones del Lago Enol. Murieron siete personas: el piloto Juan Carlos González Carralero, el copiloto José Renobales, los guías caninos Lourdes Verdes, Joseba Zabala, Luis Ángel Díez y Javier Gallástegui, y el coordinador de Protección Civil del Principado de Asturias, Corsino Suárez Miranda, además de cuatro perros.
Ese accidente aéreo marcó para siempre el caso de Germán. En recuerdo de los rescatadores fallecidos se levantó años después, junto al lago Enol, la escultura “Estela”, del artista Joaquín Rubio Camín: un monolito que recuerda que, buscando a un niño, la montaña se llevó a siete adultos y cuatro animales de trabajo. Cada junio, unidades de rescate de Asturias y Euskadi acuden al lugar para honrar a sus compañeros caídos, y el nombre de Germán sigue presente en los discursos.
La búsqueda del niño se prolongó semanas. Se revisaron sumideros, jous profundos y barrancos casi inaccesibles, se sobrevoló la zona cuando el tiempo lo permitió y se repitieron batidas con voluntarios y perros. El resultado siempre fue el mismo: ningún rastro. Ninguna prenda, ningún resto óseo, ningún objeto asociado a él. La montaña, que suele devolver tarde o temprano a quienes se cobra, esta vez no devolvió nada. El caso se cerró sin cuerpo, sin escenario claro, sin explicación definitiva.
Hubo también un después judicial y social. Se abrió investigación para depurar posibles responsabilidades por la organización de la excursión: número de adultos por menor, previsión meteorológica, control de los grupos, tiempo que pasó hasta que se detectó la ausencia. La familia de Germán expresó siempre su desgarro y sus dudas, pero la causa no derivó en condenas penales. Oficialmente, se habló de extravío en alta montaña en circunstancias de temporal, con resultado fatal presumible. Extraoficialmente, el pueblo comentaba errores, negligencias… y un dolor que nadie sabía cómo nombrar.
El impacto en los Quintana Blanco fue devastador. Vendieron el restaurante, el piso frente al colegio Loyola y se marcharon de Asturias. Acabaron rehaciendo su vida en Fuengirola (Málaga), lejos de los Picos y de cada esquina que les recordaba a su hijo. Años después, José Arturo falleció de cáncer. Su mujer, María Lourdes, y la hermana de Germán han mantenido el perfil bajo, pero en cada reportaje que recupera el caso aparece la misma idea: mientras no haya cuerpo, no hay duelo completo.
¿Qué ocurrió realmente aquel 7 de junio? La explicación más aceptada habla de desorientación súbita por la niebla, viento que desdibuja sendas, caída en una sima o canal oculta y muerte por politraumatismo o hipotermia en un lugar tan inaccesible que ni el ojo humano ni los helicópteros han conseguido localizar. Otras teorías menos probables apuntan a un encuentro con animales, o incluso a la posibilidad —muy remota y nunca apoyada en pruebas— de que alguien lo hubiese recogido en algún punto bajo de la ruta. El caso se ha comparado incluso con las llamadas “desapariciones 411”, personas que se esfuman en entornos naturales sin explicación clara.
Décadas más tarde, el Ministerio del Interior y el Gobierno Vasco reconocieron a título póstumo a los rescatadores del helicóptero con medallas al Mérito Policial y Civil, subrayando el sacrificio realizado buscando a un niño al que nunca llegaron a encontrar. Para muchos profesionales de emergencias, el “caso Germán Quintana” se convirtió en referencia: un recordatorio de que la montaña no perdona distracciones, de que los protocolos con menores en rutas de alta montaña deben ser estrictos y de que cada decisión —un recuento tarde, una previsión meteorológica ignorada— puede cambiarlo todo.
Hoy, cuando algún medio recuerda la recuperación de restos de montañeros en Picos o una nueva desaparición en la zona, el nombre de Germán reaparece como una sombra que nunca se ha disipado. Su historia es parte de la memoria negra de los Lagos de Covadonga: el niño que se perdió en la niebla, el operativo que dejó siete rescatadores muertos, la familia que tuvo que abandonar su tierra para poder seguir respirando. Y una pregunta que sigue ahí, clavada como un hito en la roca: ¿cómo puede un niño de 13 años desvanecerse para siempre en una ruta transitada, sin dejar ni una sola señal detrás?
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