La tarde del 16 de octubre de 1995, José Manuel López Martín, 23 años, estudiante de Informática en la Universidad de Málaga y natural de Coripe (Sevilla), subió a un autobús rumbo a Marbella. Era una ruta cotidiana, un lunes más de facultad, un trayecto que había hecho decenas de veces. Pero aquella tarde se convirtió en frontera: José Manuel bajó antes de tiempo, en la zona de Cabopino, llorando y muy nervioso. Horas después hizo una llamada de auxilio de apenas cinco minutos. Desde entonces, nada. Treinta años de silencio.
José Manuel era el pequeño de la familia, un chico tranquilo, aplicado, que se había marchado a Málaga para estudiar tercero de Informática y construir un futuro lejos del paro que golpeaba a tantos pueblos andaluces. En Málaga compartía vida entre la facultad, la residencia y las idas y venidas a Marbella. En Coripe lo recuerdan como “el niño bueno que se marchó a estudiar y no volvió”, un hijo al que sus hermanas siguen buscando con la misma mezcla de amor y rabia que el primer día.
El 16 de octubre de 1995 lo vieron en la cafetería de la Facultad de Informática hasta bien entrada la tarde. Camareros declararon después que estuvo allí con normalidad, tomando algo, hablando, sin nada que hiciera presagiar lo que vendría después. Más tarde, cogió el autobús interurbano para regresar a Marbella. Era una rutina mecánica: subir en Málaga, bajar en Marbella, dormir en casa. Pero ese día no llegó al final de la línea.
Testigos aseguran que José Manuel se bajó en la parada situada entre Cabopino y Las Chapas, en las afueras de Marbella. Lo vieron descender sollozando, visiblemente alterado. A unos 50 metros de esa parada estaba la Sauna Eva, un local de ocio muy frecuentado en la época. A posteriori, tanto los dueños como el vigilante del establecimiento confirmaron a la policía que el joven había entrado allí esa tarde, aunque sus versiones fueron vagas y nunca ayudaron a fijar una cronología clara. En aquel pequeño triángulo —parada de autobús, sauna y zona de bares de Cabopino— se pierde su rastro físico.
Lo último que se sabe de él no es una imagen, sino una voz. Alrededor de las 21:00 horas, su hermana Juana recibió una llamada que le cambió la vida. José Manuel lloraba al otro lado de la línea. Le dijo que solo le dejaban hablar cinco minutos, que no podía decir dónde estaba y que esa noche no iba a dormir en casa. Antes de que la llamada se cortara, pronunció una frase que la familia tiene grabada a fuego: “Me queda muy poco…”. Después, silencio. El teléfono se apagó, y jamás volvió a haber comunicación ni actividad asociada a él.
La familia denunció la desaparición de inmediato, pero se toparon con un muro: José Manuel era varón, mayor de edad, sin antecedentes. Durante años han denunciado que esa combinación hizo que su caso no se priorizara. “Era hombre y tenía 23 años, nos dijeron que ya aparecería”, han repetido sus hermanas en prensa. Las gestiones iniciales fueron escasas, y los primeros meses —claves para cualquier investigación— se diluyeron entre trámites y cambios de juzgado. No se vigiló la zona de ocio de Cabopino con la intensidad que la familia reclamaba, ni se cerraron todas las posibles salidas del entorno.
Con el paso de las semanas, los investigadores confirmaron que no había movimientos en su cuenta bancaria, ni uso de documentación, ni rastro administrativo en España ni en el extranjero. La hipótesis de una marcha voluntaria se fue debilitando, y el foco se centró en lo que pudo ocurrirle entre el autobús, la parada y la red de locales de la zona. La Sauna Eva, en particular, llamó la atención: varios camareros de la cafetería universitaria donde solía estar José Manuel trabajaban también allí por las noches. Años después, uno de esos empleados aparecería muerto en Madrid por causas no esclarecidas públicamente, sumando aún más sombras a ese círculo.
Durante nueve años, el caso prácticamente hibernó. Sin nuevas pistas, sin testigos que se presentaran por voluntad propia, sin hallazgos físicos. Hasta que, en 2004, un nombre rompió el silencio: Tony Alexander King. Ya encarcelado por los asesinatos de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes, el británico envió una carta a su primera esposa desde prisión. La policía interceptó la misiva y leyó una frase que heló a los investigadores: “Sé lo que Robert Graham le hizo al hombre de Cabopino”.
A raíz de esa carta, la familia pidió que King declarara ante la jueza que llevaba la desaparición de José Manuel. En sede judicial, el británico explicó que su antiguo amigo Robert Graham solía frecuentar bingos y locales de Cabopino con identidades falsas y coches robados, y que uno de esos locales era, de nuevo, la Sauna Eva. Sin embargo, cuando se le mostró una fotografía de José Manuel, aseguró no reconocerlo. Sobre la frase del “hombre de Cabopino”, dijo que se refería a otra persona que había muerto por sobredosis en la bañera de su casa años atrás, un caso que la policía daba por esclarecido. La posible conexión King–Graham–Cabopino se enfrió sin traducirse en imputaciones.
La declaración de King reveló, eso sí, algo inquietante: confirmó nombres de personas vinculadas a la cafetería de la Universidad de Málaga y a la sauna, los mismos apellidos que la familia llevaba tiempo señalando. Cuando la policía intentó localizar a uno de ellos, descubrió que había fallecido en Madrid. Para las hermanas de José Manuel, aquello fue una confirmación amarga: el entorno de la facultad y la noche marbellí estaban más entrelazados de lo que nadie quiso admitir al principio. Pero los años pasados, los testigos dispersos y las muertes por el camino dejaron muchos hilos sueltos imposibles de atar.
Desesperadas por no ver avances, las hermanas de José Manuel recorrieron por su cuenta bares y negocios del puerto de Cabopino. Llevaron fotografías, preguntaron a dueños extranjeros, rastrearon recuerdos borrosos. Varios hosteleros dijeron reconocer al joven como cliente habitual de la zona. La familia ha repetido una y otra vez que esa línea —la noche de Cabopino, la sauna, los bingos— nunca se investigó a fondo. Han pedido sin descanso que un grupo especializado revise el caso “desde la raíz”, con mirada fresca y recursos actuales.
Los años no han borrado su nombre. En 2008, cuando se cumplieron trece años sin noticias, ABC Sevilla recogía el testimonio de su familia, que ya entonces asumía que quizá no volverían a verlo con vida, pero reclamaban al menos encontrar sus restos. En 2014, ExtraConfidencial lo incluyó en su sección de “crímenes impunes”, subrayando los vínculos nunca aclarados con la Sauna Eva y el entorno de King y Graham. Y en 2024–2025, coincidiendo con el 30 aniversario, medios como AionSur, La SER Málaga y La Voz del Sur han vuelto a sacar su rostro y a recordar un detalle clave para identificarlo: una cicatriz en la ceja derecha. Hoy, de estar vivo, tendría 53 años.
A día de hoy, el expediente de José Manuel López Martín sigue abierto. No hay cuerpo, no hay escenario del crimen, no hay imputados. Oficialmente, su desaparición se mantiene como un caso sin resolver en el que no se descarta ninguna hipótesis: desde un hecho violento ligado al entorno nocturno de Cabopino hasta otra forma de desaparición forzada. Lo único firme es lo que nunca pasó: no huyó con dinero, no rehízo su vida con otro nombre, no dejó rastro administrativo en tres décadas. Su ausencia es tan absoluta que, en sí misma, se ha convertido en la prueba más contundente de que algo terrible ocurrió aquella tarde de octubre.
“Me queda muy poco”, dijo al teléfono. Tres décadas después, lo que queda es el eco de esa frase. Su familia sigue organizando actos en Coripe, colgando carteles, hablando con periodistas, pidiendo que su caso no salga de la conversación pública. Porque José Manuel no es solo la historia de un chico que bajó de un autobús llorando en Cabopino. Es el recordatorio de cuántas vidas pueden quedar atrapadas para siempre entre una parada de carretera, una llamada de cinco minutos y un expediente que nunca llegó a escribir la última línea.
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