Durante años, Aguilar se había presentado como maestro shaolín y guía espiritual de un supuesto templo urbano, un discurso que le abrió puertas y generó confianza en el barrio. La investigación acreditó que ese barniz místico ocultaba a un agresor que captaba a mujeres vulnerables para someterlas dentro del gimnasio.
En los primeros registros, la policía autonómica vasca intervino el dojo y la vivienda del detenido, rastreó contenedores y zonas próximas a la ría, y certificó la presencia de restos diseminados que apuntaban a la muerte violenta de Rebollo. Las diligencias se ampliaron al entorno del gimnasio y a su circuito personal.
La conmoción social fue inmediata. Colectivos y sindicatos convocaron concentraciones en Bilbao para denunciar los crímenes y acompañar a las comunidades nigeriana y colombiana. El caso dejó a la vista una doble dimensión: la violencia ejercida y la vulnerabilidad social de las víctimas.
El proceso penal avanzó con piezas sólidas: hallazgos forenses, atestados, trazas biológicas y la intervención policial in fraganti con Ada Otuya aún con vida. En abril de 2015, al arrancar el juicio, Aguilar admitió ante el tribunal haber asesinado a Maureen Ada Otuya y a Jenny Sofía Rebollo.
El jurado popular declaró a Aguilar culpable de dos asesinatos con alevosía (sin apreciar ensañamiento en uno de los hechos). La Audiencia Provincial de Bizkaia dictó sentencia el 30 de abril de 2015: 38 años de prisión (19 por cada asesinato) y 397.000 euros en indemnizaciones para las familias. La resolución fijó que captó a ambas mujeres, las llevó a su gimnasio y allí ejecutó los crímenes.
La Sala subrayó que la alevosía se apoyaba en el ataque sorpresivo y la inutilización de toda defensa. Los informes periciales de psicología describieron a Aguilar con rasgos narcisistas y antisociales; no había rastro de la espiritualidad que proyectaba, sino un perfil de control y dominación.
En paralelo, El País y otros medios documentaron el itinerario de la instrucción: la confesión policial inicial sobre una víctima, el fallecimiento posterior de la otra, y la hipótesis —no acreditada— de posibles víctimas adicionales, dada la mecánica de ocultación y la pericia mostrada por el agresor.
El relato con el que Aguilar se presentó durante años —“maestro shaolín”, “monje”— quedó desacreditado en sede judicial y mediática: una fachada de exotismo que consiguió ocultar, durante un tiempo, una dinámica letal entre paredes acolchadas y vitrinas con trofeos. En su dojo, donde se prometía calma y equilibrio, solo quedaron pruebas de violencia.
“Decía buscar la paz interior… pero su templo guardaba la oscuridad más profunda.”
Maureen Ada Otuya y Jenny Sofía Rebollo no son cifras: son nombres y vidas arrebatadas. La sentencia de 2015 selló la responsabilidad penal de Juan Carlos Aguilar, pero el legado que importa es otro: el compromiso de una ciudad que, ante un disfraz de misticismo y poder, eligió creer a las víctimas y llegar hasta el final.
0 Comentarios