Juan Carlos Aguilar: el “falso monje shaolín” que convirtió su dojo de Bilbao en escenario de dos asesinatos


La tarde del 2 de junio de 2013, una vecina del barrio de la Vieja llamó a la policía: gritos salían del dojo de artes marciales Zen 4. Al entrar, los agentes hallaron a una mujer maniatada, con lesiones gravísimas; se llamaba Maureen (Mauren) Ada Otuya, 29 años, y agonizaba. Fue trasladada al Hospital de Basurto y falleció horas después. En el mismo local, la Ertzaintza encontró restos humanos en bolsas y congeladores: pertenecían a Yenny/Jenny Sofía Rebollo Tuirán, 40 años, desaparecida días antes. El dueño del lugar, Juan Carlos Aguilar, 47 años, quedaba detenido. 

Durante años, Aguilar se había presentado como maestro shaolín y guía espiritual de un supuesto templo urbano, un discurso que le abrió puertas y generó confianza en el barrio. La investigación acreditó que ese barniz místico ocultaba a un agresor que captaba a mujeres vulnerables para someterlas dentro del gimnasio. 

En los primeros registros, la policía autonómica vasca intervino el dojo y la vivienda del detenido, rastreó contenedores y zonas próximas a la ría, y certificó la presencia de restos diseminados que apuntaban a la muerte violenta de Rebollo. Las diligencias se ampliaron al entorno del gimnasio y a su circuito personal. 


La conmoción social fue inmediata. Colectivos y sindicatos convocaron concentraciones en Bilbao para denunciar los crímenes y acompañar a las comunidades nigeriana y colombiana. El caso dejó a la vista una doble dimensión: la violencia ejercida y la vulnerabilidad social de las víctimas. 

El proceso penal avanzó con piezas sólidas: hallazgos forenses, atestados, trazas biológicas y la intervención policial in fraganti con Ada Otuya aún con vida. En abril de 2015, al arrancar el juicio, Aguilar admitió ante el tribunal haber asesinado a Maureen Ada Otuya y a Jenny Sofía Rebollo. 

El jurado popular declaró a Aguilar culpable de dos asesinatos con alevosía (sin apreciar ensañamiento en uno de los hechos). La Audiencia Provincial de Bizkaia dictó sentencia el 30 de abril de 2015: 38 años de prisión (19 por cada asesinato) y 397.000 euros en indemnizaciones para las familias. La resolución fijó que captó a ambas mujeres, las llevó a su gimnasio y allí ejecutó los crímenes. 


La Sala subrayó que la alevosía se apoyaba en el ataque sorpresivo y la inutilización de toda defensa. Los informes periciales de psicología describieron a Aguilar con rasgos narcisistas y antisociales; no había rastro de la espiritualidad que proyectaba, sino un perfil de control y dominación. 

En paralelo, El País y otros medios documentaron el itinerario de la instrucción: la confesión policial inicial sobre una víctima, el fallecimiento posterior de la otra, y la hipótesis —no acreditada— de posibles víctimas adicionales, dada la mecánica de ocultación y la pericia mostrada por el agresor. 

El relato con el que Aguilar se presentó durante años —“maestro shaolín”, “monje”— quedó desacreditado en sede judicial y mediática: una fachada de exotismo que consiguió ocultar, durante un tiempo, una dinámica letal entre paredes acolchadas y vitrinas con trofeos. En su dojo, donde se prometía calma y equilibrio, solo quedaron pruebas de violencia. 


 “Decía buscar la paz interior… pero su templo guardaba la oscuridad más profunda.”



Maureen Ada Otuya y Jenny Sofía Rebollo no son cifras: son nombres y vidas arrebatadas. La sentencia de 2015 selló la responsabilidad penal de Juan Carlos Aguilar, pero el legado que importa es otro: el compromiso de una ciudad que, ante un disfraz de misticismo y poder, eligió creer a las víctimas y llegar hasta el final. 

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