Pilar Cebrián: desaparición en Ricla, un coche junto a la estación y una condena sin cuerpo


Ricla (Zaragoza) — 21 de diciembre de 2012. Pilar Cebrián, 49 años, empleada de la residencia municipal de su pueblo, salió de casa y no volvió. Su coche apareció aparcado junto a la estación ferroviaria de Ricla–La Almunia, con efectos personales dentro; ella no estaba. A partir de ese instante, el caso dejó de ser una simple ausencia y se convirtió en un misterio que cambiaría para siempre la vida de un municipio donde todos se conocen. 

Durante días, batidas vecinales, equipos de la Guardia Civil y unidades caninas rastrearon barrancos, acequias y caminos de servicio próximos a las vías. Se peinaron accesos al entorno ferroviario y se revisaron cámaras y repetidores de telefonía. No hubo hallazgos. Lo único cierto era la ausencia, y una última traza de rutina rota en un punto donde las idas y venidas del tren no dejaron ninguna imagen que aclarara su destino.

A medida que avanzaba la investigación, el foco giró hacia su entorno más próximo. La relación con su expareja, Antonio Losilla, había terminado poco antes y, según el entorno, no de forma pacífica. Las primeras tomas de declaración arrojaron incoherencias y movimientos telefónicos que situaban al investigado en zonas sensibles del caso la noche de la desaparición. En un mapa que parecía plano, esos picos temporales llamaron la atención de los agentes.


El entorno ferroviario, con túneles y servidumbres de paso, se convirtió en un eje de sospecha: no por azar, sino por posibles conexiones de móvil y recorridos atribuidos al investigado. En diligencias posteriores, los investigadores defendieron que el patrón de localizaciones y las contradicciones del sospechoso componían un relato indiciario sólido: la desaparición no fue voluntaria; Pilar habría sido víctima de un homicidio.

El procedimiento judicial avanzó sin el elemento que más anhelaba la familia: el cuerpo. Aun así, la Audiencia Provincial consideró acreditado, por prueba indiciaria, que Antonio Losilla mató a Pilar y se deshizo de su cuerpo en una zona rural próxima a la traza ferroviaria, dictando una condena de 18 años por homicidio. Los magistrados subrayaron que la inexistencia de cadáver no impedía, en este caso, alcanzar la certeza exigida en Derecho penal, a la vista de la concatenación de indicios.

El coche junto a la estación, las contradicciones del acusado, los movimientos de teléfono, el perfil de la relación y la absoluta ruptura de costumbres de la víctima —una mujer de hábitos fijos, trabajo estable y vida social predecible— pesaron más que la ausencia de restos materiales. El tribunal tuvo, además, en cuenta que no emergieron signos de vida (actividad bancaria, sanitaria o administrativa) a partir del 21 de diciembre de 2012.


La familia de Pilar —y el propio pueblo— mantuvieron la búsqueda años después de la sentencia. Volvieron una y otra vez a cunetas, tallos secos junto a las vías, sendas agrícolas y bocas de servicio con la esperanza de hallar algo que cerrar: un lugar al que llevar flores, una certeza que permita el duelo. Cada aniversario se repiten los carteles, las velas y la pregunta que no cede: ¿dónde está Pilar?

En el terreno humano, la historia de Pilar Cebrián habla también del daño colateral de los casos “sin cuerpo”: familias que viven en un duelo suspendido, vecinos que evitan pasar por ciertos puntos del mapa porque en ellos se acumula una sensación de vacío. En Ricla, hay quien aún baja la voz al mencionar la estación o el túnel; no por superstición, sino por respeto a una ausencia que pesa.

Desde una mirada jurídico–forense, el caso quedó como ejemplo de condena por indicios: cuando una suma coherente de hechos periféricos —tiempos, lugares, coartadas falsas, patrones de conducta— logra dibujar una figura nítida del crimen aunque no se encuentre el cuerpo. No hay atajos: la exigencia probatoria es alta, y aquí los tribunales entendieron que se alcanzó.

“No hay cuerpo, pero hay verdad.
No hay tumba, pero hay memoria.”


Pilar Cebrián, 49 años, trabajadora, discreta, querida en su residencia y en su pueblo. Su nombre permanece en Ricla, adherido a una barandilla de andén, a una curva de camino, a un trozo de tierra que quizá aguarda la última pieza. Hasta que aparezca, su historia seguirá recordando que la justicia puede llegar sin cadáver, pero el duelo necesita un lugar donde decir adiós.

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