La víctima tenía 79 años: Valentina Ulanova, la mujer que había acogido a Tamara temporalmente en su piso. Aquella tarde, contaron los agentes, una discusión doméstica se volvió mortal. En el registro del apartamento, los investigadores hallaron sangre, utensilios de corte y una bañera convertida en mesa de trabajo macabra. No había dramatismo en la escena, sino oficio.
El hallazgo que cambiaría de escala el caso no estaba en la bañera, sino en un mueble: un cuaderno con fechas y descripciones, apuntes en ruso y, a veces, palabras sueltas en inglés y alemán. Una suerte de diario donde, según la policía y la prensa local, Samsonova anotaba métodos, lugares y recuerdos de otras muertes. De repente, la bolsa del estanque no era un hecho aislado; era el capítulo más reciente de una historia más larga.
Los agentes ataron cabos con dos expedientes antiguos de la ciudad: un inquilino que había vivido en casa de Tamara apareció desmembrado en 2003, y el marido de la propia Samsonova estaba en paradero desconocido desde mediados de la década de 2000. No hubo pruebas forenses definitivas que cerraran cada caso, pero las coincidencias de domicilio, modus operandi y apuntes del cuaderno bastaron para elevar la sospecha a patrón.
La detención llegó sin resistencia. La imagen de la acusada —una abuela de barrio, abrigo oscuro, bolsa en la mano— se convirtió en contraste cruel con la frialdad de los hechos. Las tomas de videovigilancia y el relato policial situaban su figura y su ruta; la bolsa salía del portal, cruzaba el patio y terminaba en el agua. En el sumario se lee que, tras el arresto, ella no negó haber arrojado los restos.
Desde el principio, el caso fue un imán para titulares hiperbólicos. Hubo quien habló de “una docena de víctimas” y hasta de ritos. Los investigadores, más prudentes, se aferraron a lo comprobable: la muerte de Ulanova, los apuntes del diario y las correspondencias parciales con desapariciones previas en el entorno de Samsonova. Más allá del ruido, la línea oficial se mantuvo en el terreno de las evidencias.
Mientras se resolvían diligencias, los forenses describieron cortes limpios y fases de manipulación post mortem; los criminólogos subrayaron la practicidad del baño como escenario y del agua como escondite temporal. La vecindad, que la recordaba como “amable” y “de trato correcto”, quedó atravesada por la misma pregunta: ¿cómo se camufla tanto tiempo un comportamiento así sin levantar alarmas?
El proceso penal tomó un giro clínico. Tras evaluaciones psiquiátricas, un tribunal de San Petersburgo dictaminó en 2017 que Samsonova debía ser internada de forma compulsoria en un hospital psiquiátrico de alta seguridad, al considerarla inimputable. No hubo juicio con jurado ni sentencia ordinaria: hubo una medida de tratamiento por tiempo indefinido, sujeta a revisiones.
En el fondo del expediente quedó la pieza más perturbadora: las páginas manuscritas. No eran literatura; eran muescas. Los expertos advierten, sin embargo, que los “diarios de crimen” exigen cautela: mezclan recuerdos, racionalizaciones y, a veces, fantasías. Por eso, los investigadores se limitaron a confrontar lo que allí se leía con casos concretos y rastros objetivos, sin convertir cada línea en hecho.
Hoy, Tamara Samsonova permanece internada; el nombre de Valentina Ulanova encabeza la lista de víctimas probadas; y los viejos expedientes siguen orbitando alrededor de un cuaderno que, más que cerrar historias, abre posibilidades. El caso recuerda una verdad incómoda: el monstruo no siempre ruge; a veces saluda en el rellano, sube en tu mismo ascensor y anota, con letra pequeña, lo que no queremos imaginar.
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