Rafael Muriel García: la desaparición silenciosa que aún duele en Adamuz



El 1 de septiembre de 2016, en Adamuz (Córdoba), un pueblo pequeño rodeado de olivares y monte bajo, un hombre salió de su rutina y nunca regresó. Se llamaba Rafael Muriel García, tenía 57 años y, desde ese día, su nombre forma parte de la larga lista de personas desaparecidas en España cuyo rastro se esfumó sin una sola explicación convincente.

Rafael era vecino de Adamuz, conocido en el pueblo como un hombre tranquilo, de costumbres sencillas y vida discreta. Medía alrededor de 1,67 m, complexión corpulenta, ojos verdes, calvicie parcial y pelo canoso. Tenía algo muy importante que lo hacía especialmente vulnerable: padecía esquizofrenia y necesitaba medicación periódica para mantener estabilizada su enfermedad. Sin ese tratamiento, su percepción de la realidad podía alterarse… y su seguridad, ponerse en riesgo.

Aquel 1 de septiembre fue visto por última vez en una zona comercial del municipio, un entorno habitual para él. No hubo una despedida especial, ni un gesto premonitorio, ni una discusión que hiciera pensar en una huida voluntaria. Simplemente, dejó de estar. Después de ese momento, ninguna cámara, ningún ticket, ninguna llamada permitió reconstruir con precisión qué hizo, con quién habló o hacia dónde se dirigió.


Cuando su familia notó que no regresaba y que no daba señales de vida, saltaron todas las alarmas. No era normal que desapareciera así, sin avisar, sin medicación, sin dejar rastro. Se denunció su desaparición y se activó de inmediato el protocolo: la Guardia Civil y la policía local comenzaron las primeras batidas en los alrededores de Adamuz, revisando caminos, fincas, acequias y márgenes de carretera. El entorno rural, hermoso y áspero a la vez, jugaba en contra: muchos lugares donde perderse… y muy pocas pistas.

En los días siguientes, el operativo pasó de ser local a nivel insular en la isla de Tenerife… no: aquí el foco siguió estando en la provincia de Córdoba, pero la búsqueda se amplió a gran parte del término municipal y a zonas naturales cercanas, con la ayuda de distintas agrupaciones de Protección Civil, Cruz Roja y voluntarios. Se rastrearon cortafuegos, arroyos secos y zonas de sierra, buscando cualquier indicio: una prenda de ropa, una huella, un objeto personal. Nada. Ni un rastro que pudiera decir: “por aquí pasó Rafael”.

Desde muy pronto, la Fundación QSDglobal (la fundación de Paco Lobatón) y SOS Desaparecidos se implicaron en la difusión del caso. La ficha de Rafael Muriel García comenzó a circular por redes sociales, medios de comunicación y cartelería física: hombre de unos 57 años, 1,67 m, 76 kg, complexión corpulenta, ojos verdes, pelo canoso, problemas de visión y diagnóstico de esquizofrenia. Cada dato físico no era solo una descripción, era un intento desesperado de hacerlo visible en un país donde demasiados desaparecen en silencio.


La desaparición de Rafael no se quedó en la crónica local. En el Día de las Personas Desaparecidas, su historia apareció en medios nacionales como ABC, que recogieron el testimonio de su familia y, especialmente, el de su esposa, Pilar Dóniz. Ella ha hablado de un “sufrimiento día a día”, de la sensación de vivir “como en el primer minuto” desde 2016, atrapados en ese instante en que él dejó de regresar. Cada entrevista suya es un grito contra el olvido y una denuncia de lo que supone convivir con una ausencia sin respuesta.

Con el paso de los años —ocho en 2024, nueve en 2025—, el caso de Rafael Muriel ha pasado a representar a las desapariciones de larga duración en España: casos en los que ya no hay ruido mediático constante ni dispositivos masivos cada semana, pero sí una herida abierta que no cierra. La Guardia Civil mantiene el expediente abierto, sin descartar ninguna hipótesis: ni extravío accidental, ni salida voluntaria, ni la sombra de un posible hecho criminal. El problema es siempre el mismo: no hay pruebas concluyentes que permitan inclinar la balanza hacia una explicación clara.

En Adamuz, la comunidad se volcó desde el principio. Vecinos que lo conocían desde niño, comerciantes, amigos de la familia… todos participaron en las primeras batidas y en los actos de recuerdo. Con el tiempo, esa movilización ha dado paso a algo más silencioso, pero igual de real: un pueblo que, cuando escucha su nombre, sabe que habla de un vecino al que le falta casa, silla, plato en la mesa. Nadie se acostumbra del todo a mirar un banco vacío y pensar: “ahí se sentaba Rafael”.


Su esposa, Pilar, no solo ha pedido más medios para su caso, sino que ha aprovechado cada micrófono para reclamar más recursos para las búsquedas de desaparecidos en España. Ha denunciado que, muchas veces, las familias sienten que se quedan solas una vez pasan los primeros días de búsqueda intensiva. Su mensaje es claro: los casos no deberían enfriarse solo porque el tiempo pasa; el tiempo no borra el dolor, solo lo vuelve más pesado.

La ficha de Rafael Muriel García sigue activa en los registros de personas desaparecidas. Su rostro continúa apareciendo en listados, campañas y actos conmemorativos. No hay constancia de hallazgo de cuerpo, ni de objetos suyos recuperados que puedan apuntar hacia un desenlace concreto. Sigue catalogado como “desaparición sin resolver”, una expresión fría para describir una vida suspendida y una familia atrapada en la duda eterna.

El caso de Rafael también recuerda algo que suele olvidarse: la especial vulnerabilidad de quienes desaparecen con trastornos mentales graves o necesidades médicas específicas. Una persona con esquizofrenia sin medicación, perdida en un entorno rural o urbano, es alguien expuesto a accidentes, desorientación, abusos o a perder la capacidad de pedir ayuda. Por eso, cada hora sin noticias duele el doble, porque el peligro no es solo lo que pueda hacerle alguien… sino lo que puede ocurrirle solo.

Hoy, en Adamuz, el nombre de Rafael Muriel García sigue pronunciándose en presente. No es un caso cerrado, no es un recuerdo histórico, no es solo una fecha en un recorte de periódico. Es un hombre al que se sigue esperando. Cada 1 de septiembre marca un nuevo año sin respuestas, una nueva vuelta de calendario en la que su familia se promete lo mismo: no dejar que su memoria se diluya, no permitir que su desaparición se convierta en un simple número.


Porque, al final, la historia de Rafael no es solo la de un hombre que un día salió y no volvió. Es la historia de lo que ocurre cuando alguien vulnerable desaparece y el silencio se instala. Una pesadilla que no tiene ruidos, ni persecuciones, ni escenas espectaculares… solo una silla vacía, una foto en la pared y una pregunta que nadie ha podido contestar:

¿Dónde está Rafael Muriel García?

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