Yéremi Vargas: el niño que desapareció jugando frente a su casa en Vecindario




El 10 de marzo de 2007, en el barrio de Los Llanos, en Vecindario (Gran Canaria), la vida cotidiana se rompió para siempre. Era sábado, casi la hora de almorzar. En la calle jugaba un niño de 7 años, tranquilo, con gafas grandes y camiseta roja: se llamaba Yéremi Vargas. Minutos después, su silla de plástico seguiría allí, su gorra en el suelo… pero él habría desaparecido sin dejar rastro. Desde entonces, el caso Yéremi Vargas se convirtió en una de las desapariciones más dolorosas y desconcertantes de la historia reciente de España.

Yéremi vivía con sus padres, Ithaisa Suárez y Juan Francisco Vargas, y sus hermanos en una urbanización humilde, de casas bajas y descampados cercanos. Era un niño tímido, muy apegado a su familia, al que las gafas y su delgadez le daban un aspecto frágil. Tenía problemas de visión y una leve discapacidad que hacía aún más impensable que se marchara solo, a la aventura. Aquella mañana de marzo jugaba con sus primos a pocos metros de la puerta de casa, en un descampado donde los niños del barrio pasaban horas sin mayor preocupación que mancharse de tierra.

Poco después de las 13:30, Ithaisa lo vio desde la ventana. Yéremi estaba sentado en una sillita de plástico, jugando. Entró en la cocina, siguió con sus cosas… y cuando volvió a asomarse, el silencio ya era raro. La sillita seguía, la gorra estaba en el suelo, pero el niño había desaparecido. No hubo gritos, ni ruidos de frenazos, ni testigos de un forcejeo claro. Simplemente, Yéremi dejó de estar. En cuestión de minutos, esa calle que había sido escenario de juegos se transformó en el punto cero de una pesadilla.


La familia avisó de inmediato a la Guardia Civil. En cuestión de horas, el barrio de Los Llanos y los alrededores de Vecindario se llenaron de agentes, perros rastreadores, helicópteros y voluntarios. Se peinaron solares, pozos, naves abandonadas, cunetas. Se miró bajo piedras y dentro de vehículos, se ampliaron los círculos de búsqueda una y otra vez. Pero ni un zapato, ni una prenda, ni una señal física que explicara qué había pasado. Era como si se lo hubiera tragado la tierra… o alguien muy decidido a que no quedara rastro.

Desde el principio, los investigadores descartaron casi por completo la fuga voluntaria: un niño de 7 años, con dificultades visuales, que desaparece en segundos sin llevar dinero, sin mochila, sin ropa de cambio. Las hipótesis se centraron en tres líneas: un secuestro oportunista por parte de alguien que pasaba por la zona; la posible implicación de una red de depredadores sexuales; o un accidente encubierto del que alguien habría intentado librarse ocultando el cuerpo. Ninguna de ellas, a día de hoy, ha podido demostrarse.

Con el tiempo, la investigación se fijó en un nombre: Antonio Ojeda, alias “El Rubio”, vecino de la zona, con antecedentes por delitos sexuales contra menores. Fue detenido años después por la agresión a otro niño, y su nombre apareció una y otra vez en la causa de Yéremi. Había estado en el entorno, conocía el barrio y su perfil encajaba en la peor de las hipótesis. Durante meses, se convirtió en el principal sospechoso para la opinión pública… y en el rostro del miedo para muchas familias.


Contra él se revisaron llamadas de teléfono, movimientos, testimonios de terceros, coincidencias horarias. El caso se reabrió y se cerró varias veces. “El Rubio” llegó a ser investigado de manera formal por la desaparición del niño, pero no se obtuvo una prueba material que lo situara de forma concluyente en el lugar del crimen: ni ADN, ni restos en su vehículo, ni pertenencias de Yéremi. Finalmente, la causa contra él fue archivada por falta de evidencias suficientes, aunque la familia de Yéremi siempre ha manifestado sus dudas y su profunda frustración con ese desenlace.

Mientras tanto, la Guardia Civil ha recorrido un rosario de otras líneas de trabajo: análisis de antenas de telefonía para rastrear móviles que estuvieron en la zona aquel 10 de marzo, búsquedas específicas en fincas y pozos señalados por testimonios, inspecciones en vertederos y barrancos. Cada nueva pista, cada aviso ciudadano, cada “creo que vi algo aquel día” ha sido revisado. Y cada una de esas pequeñas esperanzas ha acabado chocando contra el mismo muro: la absoluta falta de pruebas físicas.

El impacto sobre la familia de Yéremi ha sido devastador. Sus padres, Ithaisa y Juan Francisco, han aparecido durante años en ruedas de prensa, programas de televisión y actos públicos dedicados a las personas desaparecidas. Ella, con la voz quebrada pero firme; él, sosteniendo fotos donde el niño mira a cámara con gafas grandes y sonrisa tímida. Han repetido el mismo mensaje una y otra vez: “No queremos venganza, queremos saber qué le pasó a nuestro hijo”. Viven en un duelo suspendido, sin cuerpo que enterrar, sin verdad que les permita cerrar el círculo.


El caso ha ocupado un lugar constante en la agenda de asociaciones como QSDglobal, y en programas especializados en desapariciones. Se ha usado como ejemplo de la necesidad de protocolos más rápidos, mejores recursos técnicos, coordinación entre cuerpos policiales y acompañamiento psicológico a las familias. Cada vez que se habla en España de menores desaparecidos —de Marta del Castillo, de las mellizas de Córdoba, de tantos otros— el nombre de Yéremi Vargas vuelve a aparecer, como una pieza clave de un puzle que el país no ha sabido resolver.

A nivel social, su desaparición se ha convertido en un aviso brutal: Yéremi no estaba solo en un descampado remoto; jugaba literalmente frente a su casa, a la vista de ventanas y vecinos. El monstruo, si lo hubo, no vino de un callejón oscuro de película, sino de la vida real: un coche que pasa, una persona que se detiene, una oportunidad de segundos. La idea de un niño arrancado de su entorno en un lugar tan cotidiano rompió la falsa sensación de seguridad de muchos barrios en España.

Cada 10 de marzo, en Vecindario, se encienden velas y se cuelgan pancartas con su foto. En los actos, la pregunta es siempre la misma: “¿Dónde está Yéremi?”. No se celebra un aniversario, se soporta. Son años de silencio acumulado, de juguetes guardados, de habitación congelada en el tiempo, de ropa que ya no le serviría a un niño que, si sigue vivo, hoy sería un hombre joven.


A día de hoy, la desaparición de Yéremi Vargas sigue oficialmente sin resolver. No hay condenados, no hay confesión, no hay cuerpo. Solo un expediente abierto, una familia que sigue buscando, y un barrio que no ha olvidado. Los investigadores insisten en que cualquier dato nuevo, por pequeño que parezca, puede ser la pieza que falte: una conversación recordada tarde, una matrícula anotada en un papel viejo, un comentario que en su día no pareció importante.

Porque la historia de Yéremi no habla solo de un niño desaparecido. Habla del terror de no saber, del peso del tiempo cuando no trae respuestas, y de la resiliencia de una familia que se niega a que el nombre de su hijo se convierta en un simple caso frío.

Y recuerda algo que da escalofríos: que, a veces, el lugar más peligroso no es un callejón oscuro, sino la calle de siempre, el descampado de siempre, la silla de plástico donde un niño se sienta a jugar delante de su casa… y de la que nunca debería haberse levantado para desaparecer.

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