Madrid, invierno de 2003. La ciudad seguía corriendo con su prisa de siempre: portales que se abren al amanecer, turnos de limpieza, paradas de autobús, bares de barrio donde la gente entra a refugiarse del frío. Y, de repente, empezó a circular una sensación nueva, casi eléctrica: la idea de que el peligro podía aparecer sin aviso, sin discusión previa, sin motivo aparente. No era un miedo “normal”. Era un miedo que se instalaba en lo cotidiano.
El primer golpe llegó el 24 de enero de 2003, en el distrito de Chamberí, cuando un portero llamado Juan Francisco Ledesma, de 50 años, perdió la vida en su propia casa mientras atendía a su hijo pequeño. La escena era tan doméstica que costaba creerla. Aquel día, el mensaje fue brutal: no hacía falta estar en un lugar oscuro para que algo terrible ocurriera.
Diez días después, el 5 de febrero, la ciudad recibió otro impacto. De madrugada, en Alameda de Osuna (Barajas), un trabajador de limpieza del aeropuerto, Juan Carlos Martín Estacio, de 28 años, también perdió la vida. En ese punto apareció algo que, sin querer, terminaría dando nombre al caso: una carta de la baraja española, un detalle que la prensa convirtió en “firma” y que el propio autor acabaría abrazando como si fuera parte de un personaje.
Esa misma tarde, el miedo saltó a otro lugar: el bar Rojas de Alcalá de Henares. Allí, dos personas, Mikel Jiménez Sánchez, de 18 años, y Juana Dolores Uclés, de 57, perdieron la vida. La dueña del local, Teresa Sánchez, sobrevivió, pero quedó herida. Fue una escena especialmente desconcertante porque rompía cualquier lógica: no había un robo, no había una pelea, no había un “motivo” que tranquilizara a la gente pensando “a mí no me pasará”.
A partir de ahí, Madrid empezó a vivir con la mirada más alta, como si cada esquina tuviera una sombra extra. Los titulares repetían la baraja, el misterio, la firma, y la ciudad entendió que esa teatralidad no era un adorno: era combustible. Porque cuando un crimen se convierte en “historia” pública, a veces el responsable se alimenta de esa atención y se siente más poderoso, más grande que su propia vida.
Pasó un mes y el silencio no trajo calma, solo tensión. El 7 de marzo, en Tres Cantos, un joven inmigrante ecuatoriano, Eduardo S. S., de 27 años, resultó gravemente herido por un disparo en la cara. La persona que lo acompañaba se salvó por un fallo del arma. Aquella noche dejó un mensaje claro a los investigadores: el responsable seguía ahí, y no estaba eligiendo víctimas por una historia personal, sino por oportunidad.
El último episodio de aquella cadena llegó el 18 de marzo, en un camino de Arganda del Rey. Un matrimonio, George y Doina Magda, ambos de 40 años, fue atacado junto a su vehículo en una zona con sombras y poco tránsito. En ese momento, la Comunidad de Madrid ya estaba en alerta. No era solo la policía buscando: eran vecinos mirando dos veces a un desconocido, personas cambiando rutas, familias llamando para “llegaste bien”, como si la ciudad entera caminara con una respiración contenida.
Con el tiempo, se supo que el arma utilizada en los hechos fue una pistola Tokarev y que el propio Galán afirmó que la había traído de Bosnia escondida en un televisor cuando regresó de una misión. Ese detalle, aparentemente “técnico”, fue clave para entender cómo alguien podía llevar esa capacidad de daño al corazón de una ciudad sin levantar sospechas inmediatas.
El nombre que terminaría unido para siempre a la baraja fue Alfredo Galán Sotillo, exmilitar. Y lo más extraño es cómo se cerró el círculo: no lo capturaron en una persecución cinematográfica, sino que se entregó. Fue la tarde del 3 de julio de 2003, en Puertollano (Ciudad Real), su localidad natal, y llegó dando un dato que solo conocía quien había estado allí: el punto azul marcado en el reverso de las cartas encontradas en algunas escenas. Ese detalle fue el que hizo que, por primera vez, la policía supiera que no estaba escuchando a un fanfarrón.
Después vinieron las vueltas de guion que suelen aparecer cuando alguien intenta salvarse a sí mismo: cambios de versión, acusaciones a terceros, silencios. Pero el caso ya no dependía de una confesión. Dependía de pruebas, de balística, de testigos, de rastros y de coherencia investigadora. Y cuando un caso llega a ese punto, el relato que se invente después ya no pesa tanto como lo que la evidencia sostiene.
El juicio culminó con una sentencia que fue noticia nacional. El 9 de marzo de 2005, la Audiencia Provincial de Madrid lo condenó a 142 años y tres meses de prisión como autor de seis muertes y tres tentativas, por hechos cometidos entre el 24 de enero y el 18 de marzo de 2003. También se fijaron indemnizaciones para familiares y supervivientes.
La sentencia dejó además un punto que mucha gente no entiende hasta que lo lee: aunque las penas sumen cifras enormes, el límite máximo de cumplimiento efectivo en ese momento se situaba en 25 años, y el tribunal explicó que los beneficios penitenciarios debían calcularse sobre el conjunto de penas impuestas. Es decir: la justicia buscó que el acceso a permisos o libertad condicional no fuera “rápido”, aunque el techo legal de cumplimiento existiera.
Durante meses, y luego durante años, el “caso de la baraja” quedó como una advertencia sobre algo muy incómodo: el daño puede ser aleatorio. Y cuando es aleatorio, genera un miedo distinto, porque no permite pensar “yo no estaba en ese ambiente” o “yo no me relaciono con esa gente”. Aquí el miedo nacía en la parada del autobús, en el bar de siempre, en la puerta de casa.
También dejó una enseñanza sobre el papel de los medios y el eco social. El apodo, la firma, la baraja… todo eso construyó un relato que, sin pretenderlo, pudo alimentar el ego del responsable. Por eso, al contar estos casos, conviene recordar algo esencial: lo importante no es el “personaje”, sino las vidas que se apagaron y las familias que se quedaron con un agujero imposible.
Si alguna vez te preocupa una situación de riesgo en la calle o presencias a alguien herido, en España lo correcto es priorizar seguridad y ayuda inmediata: 112 para emergencias. Si necesitas contactar con fuerzas de seguridad: 091 (Policía Nacional) y 062 (Guardia Civil). Y si alguien se siente en peligro, pedir ayuda no es exagerar: es actuar a tiempo.
Porque al final, lo que quedó del caso Alfredo Galán Sotillo no fue solo una carta de baraja en el suelo. Fue la certeza de que una ciudad puede cambiar de piel en semanas, y de que el miedo más difícil de gestionar es el que aparece sin motivo aparente. Madrid siguió viviendo, sí, pero durante mucho tiempo miró distinto sus calles… como si cada esquina recordara que lo cotidiano también puede romperse.
0 Comentarios